Jesús Iglesias
Élites y minorías
Escribir para una mayoría es destruir la esencia misma de la escritura. La masa es por definición antidemocrática, de naturaleza alienada y alienante. Una antítesis del éter creativo del que emerge la genialidad y en el que acaba aflorando ese 'estilo propio' que rompe las barreras de la convención y que caracteriza a la expresión artística. Un autor no debería dirigirse jamás a la mayoría social. Al hacerlo se abandona a sí mismo y acaba precipitándose al abominable abismo de lo ordinario, una decadencia intelectual que tiene indulto en el constante goteo de vulgaridad de la rutina, pero que no halla amnistía posible en la literatura. No existe esperanza de conversación con la masa. La revelación poética y la trascendencia estética y retórica solo deben aspirar a alcanzar la consideración de las minorías.
Como periodista y escritor, jamás he tenido el don de la erudición. No dispongo, en consecuencia, de ese talento arrebatador que se intuye en el genio. Pero muchos años de lectura y cine y otras tantas dioptrías me han permitido desarrollar la sensibilidad necesaria para vislumbrar los destellos de genialidad. Es muy probable que las yemas de mis dedos no lleguen nunca a digitar nada parecido al 'capolavoro' de Emmanuel Carrère 'El adversario', del mismo modo que resulta utópico pensar que mis prácticas musicales autodidactas me permitirán crear un estilo interpretativo y compositivo exclusivos (esperar que el autoaprendizaje nos convierta en un pianista de jazz al estilo de Thelonius Monk es tan ingenuo como aspirar a transformarse en Charlie Parker solo por tocar el saxofón 15 horas diarias, como el mismo monstruo del bebop confesó a Paul Desmond que hizo durante varios años). Sin embargo, tengo la capacidad de fascinarme con el desbordante ritmo literario de Henry Miller en 'Trópico de Capricornio' o la precisión lingüística de Jorge Luis Borges en el poema 'El amenazado'.
La formación y la práctica de las letras y de la lectura permiten distinguir lo chabacano de lo genuinamente artístico. Por ese motivo, me declaro intransigente con todos esos autores que la mayoría social califica de escritores (o músicos, pintores, cineastas…) y cuyo único mérito es el de haber sabido venderse antes incluso de que los hayan comprado. Resultan bastante fáciles de distinguir: tanto los críticos como los propios lectores hablan más de su nombre que de su obra, algo que quizás pueda deberse (y digo esto a modo de hipótesis) a que, entre su catálogo de compilaciones de datos sobre temas de moda y diversos anecdotarios autobigráficos, no tienen ni un solo libro destacable. Gustan a la mayoría y lo hacen a base de renunciar a un estilo propio y a la búsqueda de la trascendencia artística. Difunden una imagen de marca asentada sobre los endebles pilares de la cultura de masas y desprecian la artesanía creativa. Son tan insufribles como esas personas a las que entusiasma un autor como Paulo Coelho "porque escribe de una manera que puede llegar a todo el mundo" (y tanto que llegan a todo el mundo esos absurdos eslóganes rebosantes de aburrido optimismo que parecen provenir de algún pacharán de más). En su opinión, no es el lector el que tiene que instruirse y dilatar los límites de su intelecto para lograr deleitarse con 'Rayuela', sino el propio creador de la novela, Julio Cortázar ni más ni menos, el que tendría que emplear un estilo más sencillo.
Algunos han llegado incluso a malinterpretar mi intolerante posicionamiento en contra de la mala educación que nos asedia, acusándome de reprochar a los que tienen menos recursos su ausencia de instrucción. Son ellos mismos los que, llevados por una visión estereotipada, han vinculado la falta de formación con una determinada posición social. El cantautor y actor brasileño Seu Jorge nació en una favela de Rio de Janeiro y fue vagabundo durante varios años. El novelista napolitano Erri De Luca fue peón de obra hasta que pudo vivir de sus libros. Mi postura es la diametralmente opuesta a la que me imputan. Yo no censuro que una persona pobre o con un trabajo mal remunerado sea inculta y tenga malos modales (el conocimiento y la sabiduría son, por otra parte, cuestiones muy distintas). Lo que yo juzgo es precisamente que ciudadanos que han tenido acceso a la educación y que disponen de medios para formarse, se jacten de no leer libros, consideren que la batería de Vetusta Morla (por citar un grupo 'indie' al azar) suena como la de Max Roach acompañando a Sonny Rollins o financien una decena de secuelas de la película 'The Fast and the Furious' (insondables resortes disparan la libido humana).
La literatura, como la cinematografía, debe cimentarse en una quimera, la de poder revelarse a una élite dentro de las minorías, tal y como defendía el poeta italiano y cineasta neorrealista de intensa existencia e inclemente final, Pier Paolo Pasolini. En una entrevista emitida por la Rai, el periodista sindical Lorenzo Scheggi se mostró crítico con el autor de 'Il Decameron', 'Teorema' y 'Mamma Roma' por dirigirse a una "élite", en lugar de contribuir a "mejorar la propia condición cultural, social y política" de la clase obrera. Pasolini, que era minoría entre las minorías (los católicos detestaban su homosexualidad y los miembros del PCI su religiosidad), aclaró a Scheggi su confusión: "Cuando hablo de élite no me refiero a la élite clásica, de los privilegios, detentores del poder y de la cultura. La élite la busco allí donde la encuentro. Puedo encontrarla perfectamente entre esas minorías obreras". "¿Nosotros no somos élite entonces?", perseveró el obstinado valedor de los trabajadores, que acabó por recibir una cura de humildad: "Vosotros sois la élite clásica -contestó el cineasta-, porque aquí no veo a ningún obrero y a ningún analfabeto, por ejemplo, incluido usted".
Una concepción del arte y de la colectividad que también comparte con Pasolini otro sensacional realizador italiano, Nanni Moretti, declarado insociable, tal y como exhibe en uno de los monólogos de su obra maestra 'Caro Diario'. En él, su protagonista, el propio Moretti, aparca su Vespa en un semáforo y, sin mediar presentación (su objetivo no es entablar un diálogo, sino exhalar sus obsesiones), expone sus pensamientos al conductor de un Mercedes descapotable que acaba de situarse al lado de su moto: "¿Sabe qué cosa estaba pensando? Estaba pensando una cosa muy triste, que es que yo, incluso en una sociedad más decente que esta, me identificaré siempre con una minoría de personas". "Pero no en el sentido de esas películas donde hay un hombre y una mujer que se odian y se devoran en una isla desierta porque el director no cree en las personas. Yo creo en las personas. Pero no creo -prosigue ante el mutismo de su interlocutor- en la mayoría de las personas". Una filosofía que me define a la hora de escribir, de respirar y hasta de comer, y que el escritor y pensador francés Jean-Paul Sartre enunció con certera sencillez: "El infierno son los otros".