Jesús Iglesias
Plaza de todos
Sin embargo, existen ámbitos, como el de los dogmas de fe, en los que, personas que utilizan el orden de la lógica y la ética y el prisma de la ciencia en cualquier otro aspecto de la vida, parecen renunciar por completo al imperio de la razón. La tauromaquia y el maltrato animal ocupan sin duda un lugar destacado en esta tiranía de lo absurdo que nos circunda. Por inverosímil que parezca, he conocido a gente que dice ser de izquierdas y rechazar cualquier tipo de violencia, pero que defiende el carácter artístico y cultural de las corridas de toros. La misma clase de incomprensibles contradicciones que explican que, pese a haber sido declarada oficialmente ciudad antitaurina, Pontevedra sea la única urbe gallega en la que se organizan matanzas de toros como espectáculo y cuente con un millar de peñistas. Como paradigma del concepto de antítesis, Miguel Filgueira, aquel concejal que, pese a militar en las filas nacionalistas (partidarias de que la Xunta vete los tauricidios), forma parte muy activa de la peña Gin Kas y gusta de acudir al coso de San Roque durante los días grandes de A Peregrina.
No obstante, aún cuando los argumentos basados en el peso de la razón y la empatía no son precisamente el punto fuerte de los paladines de la tauromaquia, sus defensores insisten en dar por buenos esos lugares comunes con los que terminan abocados al callejón sin salida de lo ridículo. El programa especial de televisión que Frank Cuesta decidió dedicar al tema, recientemente emitido, supone todo un decálogo de este alegato de lo absurdo. Para resumir el bochorno que todavía tenemos que padecer en pleno siglo XXI, aquellos que hacen un montón de pasta en torno a las corridas y no quieren que desaparezcan por ese motivo, así como otros ciudadanos con escasa formación moral e intelectual, emplearon en el reportaje de Cuesta las manidas peroratas que ni ellos mismos se creen (como cuando el Rey dice que somos iguales ante la Ley, pero sabe de sobra que el Título II de la Constitución lo declara inviolable y carente de responsabilidad): "Los toros no sufren"; "Si los toros de lidia no se matasen, no habría (ella dijo en realidad ‘habrían’) toros de lidia"; "El toro muere luchando por su vida"; "Es una tradición cultural"; "A mí no me gusta el fútbol y no voy a molestar a los que lo ven", o "Los que lo critican es porque no comprenden el arte que hay detrás".
Al margen de lo irónico que resulta que una persona que no tiene capacidad de intelección lingüística y gramatical me diga a mí que yo no soy capaz de entender este arte (lleva razón, soy más de visitar la Pinacoteca de Brera), no soporto su hipocresía. Por más que lo denominen patrimonio cultural, todos los que van a las corridas saben de sobra que aplauden la tortura sádica y la matanza de un animal que no ha decidido estar allí y que se defiende porque lo atacan. ¡Y tienen los santos bemoles de hablar sobre la nobleza de la tauromaquia! La nobleza residiría, en todo caso, en apreciar la vida tranquila de los bovinos en sus dehesas y en darles una muerte lo más indolora posible para vender su carne como alimento. Aplaudir la tortura es un acto de crueldad y los que defienden ese tipo de violencia innecesaria deberían tener al menos la decencia de admitir que les gusta ese sadismo, tal y como se sinceró el cantante Joaquín Sabina en una entrevista: "No voy a defender las corridas de toros porque son indefendibles… Lo que pasa es que me gustan mucho". En efecto, no se pueden apoyar en base a argumentos de razón (a no ser que se considere como tal la clásica aberración, "Con la de guerras y matanzas que hay en el mundo y vienen a meterse con los toros") y, en una sociedad democrática, la crueldad, de cualquier tipo, no tiene cabida, incluida por supuesto la que se ejerce contra los animales.
"¡Si no te gusta, no vengas, hay que respetarnos a todos!", claman. En absoluto. Los actos e ideas de otros deben respetarse siempre y cuando no atenten contra cuestiones de orden ético tan relevantes como la vida o la tortura. ¿Cómo no va a sufrir dolor un mamífero dotado de sistema nervioso central? Y en caso de que te guste la carne, ¿es necesario desangrarlo lentamente y aplaudir y vitorear a su matarife? ¿Sería esa crueldad admisible en otros ámbitos de la vida? Quiero decir, ¿qué tipo de persona enseñaría a su hijo a torturar y asesinar a otros seres vivos, por ejemplo a unos patitos indefensos? Está claro que se trata del mismo tipo de persona que lleva a sus perros de caza a despeñarse por un barranco, que ovaciona el lanzamiento de una cabra desde un campanario o que dice seguir recordando los nombres de los caballos de rejoneo a los que envió a la muerte en una plaza de toros. "Los quiero como a mis hijos", explicaba un iletrado a Frank Cuesta. Espero que no tengas hijos. No se me ocurre mayor acto de maldad y de ausencia de sensibilidad.
Tal y como se preguntaba el cómico británico Ricky Gervais al opinar sobre los toros, "¿Quién quiere torturar a un animal hasta su muerte por diversión y qué clase de idiotas lo van a ver?". Para cualquier mente sana a la que jamás se le hubiese pasado la idea por la cabeza, sería algo aterrador (si un psicólogo aplicase el manual de manera ortodoxa, la ausencia de empatía hacia el dolor coincidiría con una patología psicopática). "Y algunas personas dicen que es una tradición. También lo eran la esclavitud, quemar brujas -aseguraba Gervais- y sacrificar niños, pero afortunadamente hemos cambiado. Si algo es terrible no lo justificas diciendo ‘Bueno, es terrible, pero lo hemos hecho por siglos’. ¡Tal vez es tiempo de que dejéis de hacerlo!". Al igual que Frank Cuesta, dudo que las corridas de toros vayan a subsistir más de diez años. Lo que me resulta indignante es que su desaparición se vaya a producir por motivos económicos y no por la toma de conciencia de una sociedad en base a unos valores morales e intelectuales superiores. Aguardo al menos que, cuando se extinga esta sinrazón, su público decida al fin disfrutar del verdadero patrimonio cultural y artístico en museos, auditorios y bibliotecas. Y que la plaza de toros de Pontevedra se convierta en la plaza de todos.