Kabalcanty
Fantasma (Y parte 3ª)
Aquella aparición llevaba puesta mi misma ropa, mi uniforme de trabajo, y aunque en sus manifestaciones nocturnas no vi ningún rasgo en su rostro que se asemejara al mío, mi presentimiento era que el fantasma era yo mismo desde Dios sabe qué paralela realidad. Me advertía o suplicaba algo desde su lenguaje desfigurado y ya no me cabía duda alguna que el mensaje era para mí.
Cuando llegué a casa tras el trabajo me encontré con la sorpresa de la venida de mis dos hijos. Con Carmen sentada, se reunían a su alrededor charlando de algo que los mantenía serios y mesurados sin importarles lo más mínimo mi llegada. Tratando de olvidar el temor que me atenazaba, me acerqué a ellos esperando un abrazo aunque no fuera efusivo. Me miraron ignorantes, sin palabra alguna, como si fuese una ráfaga de viento pasajera a la que se puede olvidar en segundos. Me fui a la cama tan dolido como meditabundo.
Tomé un vaso de leche templada y una pastilla de paracetamol para intentar conciliar un sueño que hacía días no conseguía. Me acostaba y, salvo la primera hora de descanso profundo, me despertaba sobresaltado y bañado en sudor como si saliera de una mala pesadilla. Aquel día ni siquiera dormí esa hora.
Estuve varias noches más encontrándome con el fantasma de cerca, a menos distancia cada vez. Nada variaba excepto que su forcejeo mudo se volvía a cada noche más desesperado. Juntaba sus manos licuas como en oración mientras expresaba una angustia que movía sus labios borrosos con énfasis ofreciéndome cobijo en su seno desdibujado. Pude percibir, al acercarme casi hasta su silueta, un viento helado que salía de sus fauces cuando trataba de hablar. Un estremecimiento me recorrió la espina dorsal cuando su plática muda me roció con su aliento álgido. Corrí despavorió hasta refugiarme en la garita. Pero esa vez, a diferencia de las otras noches, me siguió e insistió en su arenga a través del cristal de la garita. Si poderme deshacer de su aliento, que rebotaba en mi cabeza en oleadas, me dejé caer en el suelo del recinto y me desmayé.
Cuando regresé la noche siguiente, tras permanecer sin descansar en casa y con la evidencia de que todos a mi alrededor me obviaban como un ser que parecía no existir, decidí enfrentarme a la situación de una vez por todas. Esperé pacientemente en el patio de la fábrica hasta que el espectro acudió como de costumbre. Si supo algo de mi determinación, ya no lo sé, el caso es que acudió con una rapidez que multiplicó su contorno dejando una estela que repetía su cerco azulino en una cola luminiscente. Le dejé acercarse sin retroceder un ápice, aguantando su mirada ciega y rozándome con sus manos transparentes.
La noche era tranquila: frío seco, cielo despejado y la avenida, tras la tapia de la fábrica, con ningún sonido de tráfico. Tomé aire, sin cerrar los ojos, y haciendo acopio de toda mi fortaleza física y mental, me adentré en la figura aguanosa. Mi cuerpo perdió peso, lo liviano de mi carne me hacía flotar propulsándome, en apenas segundos, hasta cientos de metros por encima del suelo. Mi tacto había desaparecido dejándome llevar por la tracción de una brisa que me acompañaba impertérrita. Mis pensamientos eran soplos enredados que se disolvían y volvían a compactarse en segundos dejando rastros que se superponían en colores lloviendo a mi alrededor. Mi voz (porque quise gritar cuando me fundí en el fantasma) resonaba en un apéndice mío que fluía entre ecos que se perdían en un fondo abisal. Me sentí desnudo, frágil y, al tiempo, inconmensurable y etéreo con la íntima dicha de existir sin más. No sabía dónde estaba pero me importaba más bien poco. La existencia consistía en dejarme volar con los ojos sellados dentro de un sueño perpetuo. Sin el lastre de la memoria, era un soplido voluble enroscado entre vendavales y brisas discurriendo por una existencia fantasmal y auténtica. Carmen cerró la cartilla de ahorros del banco y la fue a guardar en el mueble que había bajo el aparato de televisión.
— Ya veis, hijos, que dinero nada os pudo dejar; esta casa cuando yo muera será vuestra herencia.
Los hijos asintieron en silencio, se miraron brevemente y, uno antes que el otro, hicieron un ligero ademán para quitar importancia a la frase.
— Tenía el cáncer muy avanzado, con ……. "mefasfasis" o como leches se llame -dijo la madre tras volver a sentarse junto a ellos- pero no quería volver al médico; su trabajo estaba por encima de todo…..incluso de mí. Pobre Manolo. Concluyó en una especie de suspiro.
— Y todo para malvivir toda la puta vida.
El hijo pequeño, el que vivía en Ibiza, agitó sus rastas para soslayar las manos de su hermano.
— Y no te has planteado, madre, vivir en un piso más pequeño y vender este. Nos vendría bien a todos.
Dijo el otro hermano, apoyando su mano en la pierna del otro.
— ….. César podría coger más sitio para ampliar su puesto en el rastro y a mí me vendría bien para hacer ciertas reformas que me exige la ley en el pub. Por supuesto, tú vivirías cerca de nosotros y podríamos servirte de ayuda.
— Esta casa es demasiado grande para a ti, además llena de recuerdos que ahora seguro no te ayudan estando sola.
Añadió César mirando el perfil de la madre.
— Bueno…… eso ya se andará -contestó ella desentendiéndose- Yo ya me las apañaré, tengo buenas vecinas, además de la tía Sonsoles que vive a dos pasos.
Un súbito viento empujó la puerta del balcón haciendo lamentarse a los herrajes.
— ¡Coñe, cómo sopla el viento! -dijo la madre, yendo a asegurar las hojas.
Pegado al cristal, como un cromo remojado, le pareció adivinar el rostro de su marido. Carmen se estremeció y se giró de repente hacia sus hijos.
— Pero tal vez tengáis razón en eso de buscar otra casa, puede que esta se me llene de fantasmas.