Jesús Iglesias
Cómplices
La capacidad de pensamiento crítico es en España una cualidad tan insólita que, con el paso de los años, he llegado incluso a otorgarle un aura de elitismo. La asocio con personas inteligentes, inconformistas, insumisas, valientes, capaces de alzar la voz para cuestionarse el porqué de las cosas y de no comulgar con aquello que carece de sentido (y que la rancia mayoría protege de manera salvaje). Poseer esta condición, hija de la lectura, la sensibilidad y la ética, permite poner en duda todo eso que, a pesar de carecer de cualquier atisbo de lógica, goza de patente de corso, de 'porque sí' y de absurda inmanencia en el seno de esta indocta sociedad. Los pocos que la ejercitan se ven abocados a soportar un 'statu quo' de sinsentido institucionalizado, en el que, agotadas las vías de los argumentos de razón, los paladines de la incongruencia prefieren mirar hacia otro lado y seguir "como estaban" antes que modificar el universo de incoherencia en el que habitan. Pensar resulta demasiado agotador (y agitador), máxime cuando disponemos de epígrafes como 'costumbre' o 'creencia' para encajar cualquier cuestión que no podamos explicar en términos racionales y deductivos, aún cuando sea una completa salvajada.
Para la mayoría silenciosa (no porque prefiera guardar silencio, sino porque no tiene nada que decir), es más sencillo ser súbdito de una Familia Real corrupta que atreverse a reflexionar sobre la antítesis de que se denomine democracia a un sistema en el que, de partida, un grupo de personas que no ha sido elegido en las urnas disfrute de aberrantes privilegios. Llegar a la conclusión de que, aunque no garantice su buen funcionamiento, la democracia solo es posible en una república, es un esfuerzo intelectual demasiado abrumador. Igual de extenuante que admitir que, quizás, todas esas celebraciones populares en las que se tortura a un animal en una agónica muerte, no son tanto una tradición como un pretexto para dar rienda suelta a esa oscura pasión humana llamada crueldad. En un mundo decente, una persona que aplaude la agonía de un toro y que considera gracioso que un tipo dibuje la palabra 'Vox' con hileras de conejos muertos, solo podría ser calificado como un psicópata. Un partido político con un número indecente de casos de corrupción habría sido prohibido y un presidente cuyas siglas aparecen claramente en los libros de 'mordidas' del tesorero de la formación sería llevado ante los tribunales y perdería la confianza de todos los ciudadanos. En España, la gente se identifica con ellos, vuelve a votarles y les defiende con más fuerza.
Solo en este magma de necedad y disparate puede comprenderse que una institución como la Iglesia Católica siga ostentando tal cantidad de poder y desvergüenza. Por supuesto, cada uno es libre de creer en lo que le dé la santa gana ("¡Deus me libre de quitarte a ilusión!", que decía un ateo). Pero ningún país debería fundamentar ni una sola de sus decisiones y su sistema organizativo en cuestiones como la fe y el sentimiento religioso, y mucho menos otorgando privilegios a una determinada confesión. En una sociedad decente (normal), tanto si uno cree en Dios como si no lo hace, se trata de un asunto que tendría que pertenecer a un ámbito exclusivamente privado. Sin embargo, personas que utilizan la lógica en su día a día y echan mano de la ciencia para afrontar en resto de cuestiones de su vida, parecen renunciar por completo al uso de la razón cuando se ponen sobre la mesa las palabras religión e Iglesia. Asumo que otro ser humano necesite pensar que hay existencia después de la muerte y que los preceptos de los libros bíblicos sean para él verdades absolutas, pero es inasumible que una sociedad continúe venerando absurdos: liturgias teatralizadas al más puro estilo de una sociedad que todavía no ha descubierto la electricidad, señores supuestamente 'célibes' ataviados con ridículos mantos y una masa que adora a seres imaginarios a los que nunca ha visto y que considera falsos a los seres imaginarios a los que otros rezan. Aquí, la razón, ya tal.
Cuando se trata de Dios, todo vale, incluso respaldar económicamente a un organismo con ánimo de lucro, machista hasta la médula (¿cómo harán cuando las mujeres quieran dar misa o aspiren entrar en la Santa Sede?) y que, durante años, ha venido otorgando amparo, cobijo y silencio a los perpetradores de un delito quizás perdonable a los ojos de Cristo, pero imperdonable y aterrador para cualquiera con un mínimo de integridad: la pederastia. Si yo fuese un creyente y fervoroso miembro de la Iglesia Católica (algo inverosímil, dada mi capacidad de pensamiento crítico) y escuchase al arzobispo de Tarragona, Jaume Pujol, justificar como "un mal momento" los abusos sexuales a menores cometidos por tres párrocos de su archidiócesis, creería estar ante el portavoz del infierno en la tierra. Sentiría verdadero pánico a dejar a mis hijos en manos de una institución que permite a sus miembros afirmar este tipo de animaladas, a las que, lejos de ser una excepción, nos tienen ya muy acostumbrados. Aseveraciones como esta suponen una denigrante falta de humanidad con esas víctimas a las que unos depravados con sotana arrebataron la infancia y que han comenzado a alzar la voz para denunciar que, lejos de tratarse de casos aislados, los crímenes de pederastia gangrenan el corazón de la Iglesia.
En lugar de mostrar toda la colaboración que cabría esperar de alguien con un ápice de ética y de vergüenza para poner a estos peligrosos delincuentes entre rejas, la Iglesia los mantiene en su seno, permite que sigan en contacto con menores y esgrime absurdos datos estadísticos sobre la baja prevalencia de casos de pederastia entre sus miembros. Tan baja que, incluso a pesar del calvario de humillación y silencio que impide a muchos dar un paso adelante y denunciar (los feligreses siempre han cerrado filas en torno a sus párrocos), ya se han creado asociaciones destinadas a defender los intereses del colectivo de afectados. Para colmo de inmoralidad, hasta el candidato elegido por la Iglesia Católica para presidir la comisión de prevención y protección de los abusos sexuales a menores, Juan Antonio Menéndez, obispo de Astorga, 'gestionó' con la imposición de una sanción el caso de abusos de un sacerdote (indignando por enésima vez a las víctimas y a sus familiares).
No basta con pedir perdón. La pederastia es un delito y, como tal, debe ser perseguido, denunciado y juzgado. Los que callan un crimen, miran hacia otro lado y lo justifican son cómplices. De perdonarles que se responsabilice su Dios.