Kabalcanty
Una cápsula (Parte 4)
— No sé qué leches pasa con el tío que conduce el autocar de la empresa que hoy tendré que irme por mi cuenta. Los del turno de mañana han llegado a relevar a los de la noche a las tantas.
Estela asintió distraída al tiempo que se quitaba una pizca de galleta de los labios.
— Por algo parecido ha tenido que ir Robert a currar, hoy nos tocaba día libre.
Carmela se tiraba de los rizos de su alborotado peinado y dejaba que se enlazara entre sus dedos.
— Así que podré acompañarte como máximo una hora. ¡Joder qué mierda!
Estela entrecerró los ojos voluptuosamente cuando volvió a mirar a la vitrina.
Robert tardó más de lo habitual en llegar al hipermercado. El tren tardó una eternidad en llegar. En la estación, cuando se dirigía a la salida, avisaron por megafonía que, tal vez, se suspendería el servicio algunas horas.
— ¿Pero habéis visto cómo estaba el andén? -preguntó Robert acalorado a sus compañeros cajeros- Petao, tíos, petao.
Los otros asintieron mientras se ajustaban el uniforme.
— Es cómo si todo estuviese manga por hombro –dijo uno de ellos pensativo.
Robert se puso a acarrear traspalés a toda máquina. Estaba colapsado el pasillo del almacén y faltos de reposición los estantes de las góndolas de los lácteos.
Dimas se acercó nervioso.
— Joder y para colmo también faltan cajeros y personal de mantenimiento –decía tecleando atropelladamente el móvil de la empresa- Parece que todos se han puesto de acuerdo.
Robert siguió a lo suyo y, poco a poco, fue solucionando la papeleta. Se dio cuenta de que, con el ajetreo del trabajo, había dejado de pensar en la cápsula. Y echaba de menos alejarla de su cabeza porque era su leitmotiv.
Ahora, más relajado, colocando cajas de leche, volvía a su mente. Se imaginaba tumbado a la orilla de una playa paradisiaca bebiendo a sorbitos un Ron Punch Caribeño. El sol acariciándole el rostro y el pecho mientras la brisa le adormecía. Una chica se le acercaba, le daba un beso en la comisura de los labios y se alejaba balanceando armoniosamente sus nalgas prietas. Él entreabría los ojos y sonreía de puro gozo. Sin problemas, sin prisas, sólo presente para disfrutar. Hummmmm
El tono de su móvil le sacó de su ensoñación. Tardó en reaccionar y, casi malhumorado, descolgó.
— ¿Qué pasa…… ah, Pedro?
Escuchó primero con desgana, ajeno, después se acrecentó su interés y se apoyó sobre el palé de las cajas de leche.
— ¿Qué…. qué María se ha largado esta madrugada? ¿Qué me estás diciendo?..... ¿No dejó ninguna nota, ni siquiera un whatsapp?
La voz distorsionada de su amigo Pedro llegaba angustiosa, fuera de sí. Robert asentía mientras la seriedad trasformaba su rostro de apenas un minuto antes.
Al otro lado del hipermercado comenzó a oírse un bullicio que hizo que Robert se tapara el oído que no utilizaba.
— Entonces se fue al poco de irnos -decía Robert- A nosotros tampoco nos ha llamado. No sé….. ¿Has llamado a la policía?..... Ya, ya, me hago cargo.
Nada más colgar vino Dimas hecho una furia.
— Pero ¡¿qué hostias pasa hoy?! -dijo deteniéndose junto a Robert- Tiene "güevos" la cosa. Un grupo de clientes que se quieren ir sin pagar y ¿sabes quién está entre ellos? ¡Los cajeros y los reponedores que les tocaba hoy trabajar! Dime que no es para volverse loco, ¡¡dímelo!!
Dimas llamaba a los vigilantes de seguridad en una nube de aspavientos. Miraba hacia todos lados bailoteando histérico.
Robert se fue acercando al alboroto. Una veintena de clientes, entre los que reconoció a los compañeros que le mencionó su jefe de sección, pugnaban con los hombres de la seguridad. Estaban en la zona libre de cajas intentando traspasar la valla de la salida. Llevaban los carros de compra colmados con artículos veraniegos (bañadores, sombrillas, cremas solares, camisetas chillonas, chanclas….). Vio que uno de los que más gritaba era Román, un compañero reponedor muy corpulento y de voz muy grave. Daba empellones a los de seguridad mientras gritaba algo insistentemente.
Robert se fue arrimando más al jaleo. Había dejado el traspalé y su trabajo con la leche al fondo del lineal. No importaba en ese instante, ya que lo que le parecía escuchar en el atronador vozarrón de Román era algo que no le resultaba nada descabellado.
— ¡¡Dejadnos dirigirnos a la felicidad, hijos de puta!! -bramaba Román, golpeando salvajemente las pecheras de tres vigilantes- ¡¡Ya no podréis detenernos nunca!! ¡¡Ya nunca!!
El grupo incontrolado se iba haciendo cada vez mayor. Se unían gentes que cogían cualquier cosa al azar e intentaban salir sin pasar por las cajas. Los vigilantes agobiados, algunos de ellos ya lastimados en el suelo, iban cediendo a la acometida.
— ¡¡¡Llamad a la policía ya mismo, joder!!! -escuchó la voz de Dimas entre otro grupo que se iba formando donde dejó el traspalé.
Robert iba comprendiendo. Estaba agarrotado observando la escena y encajando piezas en su cerebro. Pronto le vino la decisión: tenía que volver a casa lo antes posible.