Kabalcanty
Brayan el inesperado (Parte 2ª)
Brayan llegó cuando anochecía. Lo trajeron dos operarios dentro de una enorme caja revestida de poliuretano. Lo desembalaron con sumo cuidado, como si se tratase de cristal de Murano, quitándole cinta adhesiva y una manta de polietileno. Nos dijeron que para activarlo necesitaba un tiempo de carga eléctrica de unas doce horas, pero que en lo sucesivo con unos sesenta o máximo noventa minutos diarios de carga el androide estaría listo para su uso.
— Comprobarán ustedes -nos dijo uno de los operarios, a través de su mascarilla, señalándonos la cabeza del robot- que ocasionalmente tendrá lo que llamamos lapsus de inmovilidad. No se preocupen, es que estará actualizándose mediante la conexión wifi. Será cosa de como mucho un minuto y lo notarán porque esta banda debajo del pelo palpitará en color verde esmeralda. Olvídense de cambiar la batería interna durante unos cinco años, después tendrán que colocarle una nueva que podrán hacerlo ustedes mismos por este acceso.
Y nos enseñó una abertura a la altura de los riñones dónde se insertaba el enchufe de carga.
— Denle las órdenes que deseen como si fuera cualquier persona; este cacharro es súper inteligente, señores, tecnología punta oriental.
Alberto, tan expectante como yo, firmó los albaranes correspondientes y despedimos a los transportistas abrazados por los hombros. ¡Estábamos emocionados!
Brayan mediría uno con noventa centímetros, ojos oscuros, pelo rubio y un cuerpo fornido dentro de un peto vaquero sobre una camiseta blanca y unas deportivas de rayas azules (siendo sincera me recordaba a Ken, el novio de la muñeca Barbie) La piel de sus antebrazos y manos era suave y tersa como la de nosotros, con su vello y el realce azulado de las venas.
— Joder, parece tan real que asusta.
Dijo Alberto, acercándose a su rostro y comprobando los poros sobre un perfecto rasurado.
La mirada era vacía, infinita, traspasaba sin quedarse en ningún sitio. Lo peor era su sonrisa boba: una mueca aterida semejante a la de bobalicón no muy en sus cabales, o acaso también, pensé al poco, a la de un asesino en serie insensible y sanguinario.
Acordamos en dejarle cargando toda la noche en el cuarto de herramientas que teníamos en el jardín, en el lugar donde lo desembalaron.
Ni que decir tiene que, a la mañana siguiente según nos levantamos, fuimos a ver cómo se encontraba nuestro nuevo inquilino. Allí estaba Brayan "Ken”, risueño y detenido, con la luz verde en el aparato cargador y al final del cable en su espalda. Desenchufamos cautelosos, como si esperásemos que Brayan fuese a salir de estampida o a mamporros contra nosotros.
Le mirábamos a sus ojos oscuros, muertos, sin saber qué decir. Pasó más de un minuto hasta que me arranqué.
— ¡Hola Brayan, bienvenido!
El androide giró la cabeza y me dijo "Hola” con una voz cadenciosa de gravedad varonil.
Alberto y yo nos miramos asombrados. Brayan giró su cuello encarando a mi marido.
— Es un gusto tenerte con nosotros. -dijo Alberto algo cohibido- Tenemos mucho trabajo por delante y tú nos serás de gran ayuda.
Brayan no dejaba nunca esa sonrisa imbécil, contestaba moviendo los labios pero sin abandonar el visaje.
— Encantado de estar aquí con vosotros. Haremos un trabajo estupendo en equipo, no me cabe duda.
Hablaba coloquialmente, tratándonos de tú, observándonos para mostrar que se dirigía a ambos.
Nos sonreímos mi marido y yo, ilusionados, obnubilados por la destreza del autómata. Le instamos a que nos acompañara a desayunar a la cocina para, más tarde, comenzar con los trabajos de la casa.
Brayan caminaba con soltura, moviendo ágiles las piernas acompañándose con la coordinación ornamental de sus brazos. Parecía que fuera un amigo íntimo nuestro caminando en un entorno familiar. Estaba a nuestra altura, volviendo en ocasiones en rostro para acentuar más su sonrisa congelada. Cuando nos sentamos a desayunar, el autómata no dudo un instante en preguntar: "Si lo deseáis, puedo lavar esos platos y vasos que están en el fregadero”. Yo enseguida dije que sí, encantada con su diligencia, mientras Alberto dedicaba un mohín de agrado a la actitud.
Más tarde vimos la eficiencia de Brayan con el trabajo de remodelación de la casa. Al principio escudriñaba las labores más técnicas de Alberto fijándose cómo actuaba en la preparación de la tarea y cómo la daba por terminada. Acto seguido el androide, con una destreza profesional, imitaba a mi marido e incluso llegaba a superarle. Así ocurrió, por ejemplo, con el alicatado de uno de los paramentos del cuarto de baño. Alberto puso unas tres o cuatro piezas con su provechoso, diestro y pausado arte de la chapuza casera. Brayan acercó varios azulejos, tomándolos con una sola mano, los untó de Pegoland y los colocó en la pared con una habilidad fuera de lo común y en un pispás. Así siguió hasta hacerse una pared entera en lo que mi marido hubiera tardado un par de días.
— Joder con el robótico de la risita gilipollas.
Musitó Alberto dándome golpecitos con el codo.
Los días seguían pasando con la casa más reformada de lo que nunca imaginamos. Uno de esos días, mientras ellos estaban reponiendo tejas en la techumbre, quise profundizar en el manual que nos entregaron con Brayan. Alberto lo había dejado olvidado en una de las repisas bajo el mueble que sostenía el televisor y me pareció oportuno echarle un vistazo mientras daba el parte meteorológico una chica que parecía ajena a su centro de gravedad. "Su vida mejorará en todos, todos, los aspectos gracias a las polifacéticas habilidades de Brayan. Reconcíliese con el bienestar, la satisfacción y la comodidad con esta tecnología revolucionaria", leí en la primera página del manual.