Kabalcanty
Gueto 63 Schreiner (Parte 1ª)
En medio del secarral se erigía la vastedad del Gueto 63 Schreiner. La sombra de sus dilatados y prominentes muros de hormigón, formando un rectángulo que se techaba con una tupida alambrera, se extendía bajo el sol como una mancha impune en la tierra desértica. No se percibía vigilancia humana: drones sobrevolando despaciosos y diminutas cámaras infrarrojos se salpicaban en lo alto de los muros moviéndose casi imperceptiblemente; se decía que su perspicacia técnica era la mejor del mundo, incluso más fina que la del Gueto 81 Holmberg, el que acogía a más internados. A un lado de su portón, macizo de acero con remaches que brillaban cegadores ante la constante solar, había un habitáculo inteligente que contenía un par de hombres armados y parte de la tecnología punta que gobernaba la construcción. El vacío de la estepa producía una intensa sensación desoladora: inhabitable, áspero, silencioso, sólo el rumor del viento y el paso de los camiones blindados que atravesaban varias veces el portón albergaban alguna energía. A lo lejos se divisaba una cadena montañosa de escasa elevación que parapetaba parte de la boina negruzca bajo la que se asentaba la gran ciudad, la de más habitantes del país.
En el patio, cobijados bajo la sombra de una techumbre de cañas, sobre un centenar de hombres, ataviados con un uniforme gris en forma de mono, leían, escribían o pintaban sentados en unas sillas de plástico o apoyados sobre unas mesas de tapa de mármol. El hormigón bruñido del resto del patio lanzaba reverberaciones a ras del suelo bajo el tórrido calor del mediodía. Había unos enormes aliviaderos, cinco en caída al centro del patio, con rebordes resecos de hierba amarillenta. En el frontispicio que culminaba las dos entradas a las galerías, donde se desperdigaban las celdas, una leyenda, cincelada en la roca caliza, decía: EL SER MÁS PERNICIOSO PARA LA SOCIEDAD AVANZADA ES EL HOMBRE INTELECTUAL, EL ARTISTA. (Códice 2026/apartado 1/disposición 5)
— No me digas que estás liado con otro poema -dijo uno de los hombres acercándose por la espalda a otro sentado.
El otro se encogió de hombros e hizo un mohín para quitar importancia al asunto.
— Es llenar el tiempo, Peter. No haces tú pulseras o crucigramas cada vez más complicados. Todo es en vano, ya.
Peter le palmeó la espalda y siguió caminando hasta una silla contra la pared.
Al cabo de unos minutos sonó una sirena y todos se colocaron en fila de dos frente a las entradas a galerías. Los hombres, ahora castigados por la inclemencia de los rayos solares, se revolvían dentro de la tela áspera de sus monos; mientras unos se secaban el sudor de la frente con el dorso de la mano, otros se desabrochaban un par de centímetros la cremallera de su indumentaria.
— ¡Vamos, joder, abrid la puertas de una puta vez que aquí nos freímos, cabrones!
— ¡Calla, idiota, o ya sabes lo que te toca!
Un hombre flaco y diminuto increpó al otro, un hombretón de larga barba y cabellos encrespados, dándole una patadita.
Entraron silenciosos en una hilera que discurría despacio adentrándose en la sombra del edificio matriz. Pasaron al comedor y se fueron sentando en unos bancos largos numerados. Todos debían saber de corrido su puesto en cada mesa pues las dos filas se comportaban sin atascos, con una armonía que acompañaba el arrastrar de pies y el chirrido de los bancos al descorrerse.
"Internado 59, salga de la fila.", escupió el altavoz con potestad.
— Joder, te lo dije, Egom.
El hombre pequeño escudriñó al grande con lastima cuando se separó de la fila.
Se abrió una puerta lateral al comedor y Egom, apretando los puños en los bolsillos, desapareció tras ella.
— Esperemos que sea leve, Tomás -dijo Peter tirando de la manga para que se sentara el tipo pequeño.
Las perolas fueron saliendo encarriladas desde un postigo hasta alinearse a lo largo de las mesas. Pronto se escuchó el batir de los cubiertos sobre los platos. Pequeñas cámaras, insertas en todas las esquinas de la estancia comedor, vigilaban cómo los internados degustaban sin altercados.
Después de comer tocaba el tiempo para el descanso dentro de las celdas.
— Vamos antes a pasarnos por la sala de inserción, serán unos instantes si nos damos prisa -dijo Peter a Tomás, haciéndose el remolón a la salida del comedor.
En efecto allí se encontraba ya Egom. Estaba amoratado, sudoroso, recostado contra el respaldo de una de las sillas de la sala.
— ¡Hostia, le dan dado a base de bien!
— Vamos a llevarle hasta su celda. Ven, ayúdame.
Peter le alzó por uno de los hombros mientras Tomás le enlazaba por el otro. Egom balbucía con la cabeza caída hacia delante.
Cuando iban a salir del cuarto alguien apareció en el umbral de la puerta. No era ningún insólito vigilante ni ningún internado conocido, el hombre, cargado con una mochila andrajosa, miró a los tres cariacontecido.
— Eres…. Demetrio Villalobos, si mi loca cabeza no me falla.-dijo Peter con un viso de asombro.
El recién llegado les saludó con la mano y trató de ayudarles con el magullado.
— Soy yo, sí. Me trincaron ayer a pocos kilómetros de la frontera.
Era un tipo alto, moreno, con algo de barriga y un bigote que se estiraba hasta mitad del rostro. Rondaría los cuarenta y tantos años. Tenía el cabello largo, con brotes canosos en la raíz, y vestía el mono de rigor, una talla menos a la suya.
— Dabas cobertura desde el "Crónica heterodoxa", además de tus novelas. -dijo Peter, mientras avanzaban hacia las celdas.
— Cierto, pero algún chivatazo me da delatado y aquí estoy. Una putada, pero por otro lado esperada: nadie escucha ya a los escritores, somos los proscritos. ¿Estas caricias os hacen aquí? -añadió señalando al contuso.
Los otros apenas contestaron.
Las celdas permanecían abiertas de par en par. "Quedan dos minutos para que ocupen sus puestos", sonó la voz pregrabada de la megafonía a lo largo del corredor.
Dejaron a Egom en su celda para apresurarse cada cual a su lugar.
— Hablamos luego en el patio -comentó Peter a Demetrio de pasada.
Las puertas se fueron cerrando lentamente hasta el golpe seco contra el cerco metálico. Luego la luz artificial se fue diluyendo. Los rayos de sol atravesaban las claraboyas del techo haciendo unos círculos amarillentos sobre el suelo del corredor.