Alba Piñeiro
La ignorancia
"Solo sé que no sé nada", dijo Sócrates, con la humildad de reconocer que es mucho todo aquello que no se sabe. Terminando septiembre, en el Parlamento Gallego fuimos testigos de cómo los políticos se llamaban ignorantes mutuamente. Ambos tenían razón, porque en cualquier caso todos ignoramos algo. Sin embargo, no todos ignoramos lo mismo, ni de la misma forma.
No conocer un dato concreto sobre la antigua Roma no nos convierte en ignorantes, desde que en una situación determinada tengamos una actitud lógica y razonable. Sí nos convertiría en algo peor que iletrados el hecho de conocer el dato y por pereza, falta de moral o ética, repetir la misma conducta poco positiva. Ahora bien, la ignorancia supina vendría a ser no saber algo, actuar como no se debe y simultáneamente, creerse perfectos y muy entendidos.
Saber mucho no lo es todo. También están los valores. Alguien con una vastísima cultura, pero con una carencia total de educación, respeto hacia los demás o consideración no es una persona socialmente constructiva, hay que alejarse de su presencia, pues todos sus conocimientos los empleará para acrecentar el mal cultivándolo. Recordemos también que la cultura nos hace más cultos, no más inteligentes. Podemos tener una carrera y ahogarnos en situaciones simples o convertir en superficiales cuestiones muy complejas hasta el punto de degradar nuestro entorno, por no haber analizado el contexto con el suficiente detenimiento. Los títulos académicos o las altas calificaciones conseguidas en ellos no son, ni mucho menos, una garantía de no ser un ignorante, según su ausencia no es una garantía de serlo: la inteligencia puede estar en cualquier parte, sea en una casa-cuna de la zona más oriental de Asia, sea en el frutero de la esquina de nuestra calle que no ha querido estudiar, no por tonto, sino porque el sistema era para él inflexible.
La ignorancia de la persona superficial que maneja determinados términos y áreas por razón de su oficio, existe en todos los ámbitos y en todas las profesiones. Es la ignorancia más dañina de todas, rígida e inconsciente de serlo, aferrada a patrones que conoce y que todo lo que desconoce lo encajona en etiquetas ya establecidas por no tomarse la molestia de investigar, debatir, discernir o descubrir nada. He ahí el peor ignorante: en base a un estatus que consiguió gracias a una coyuntura favorable o a un proceso al cual se adaptó, se cree en posesión de la verdad absoluta, obligando a los demás a escucharle, imponiendo su parecer, sin otorgarles el derecho a réplica. No obstante, en plena convicción propia de hallarse por encima del bien y del mal, nunca tiene la humildad de escuchar a los demás. Impone y juzga. Lo más peligroso de su comportamiento reside en su manera de hacer su trabajo, si este implica, por ejemplo, lidiar con niños o jóvenes en etapas de educación obligatoria. Por obra y gracia de los conocimientos que cree que posee señala a cada uno rotundamente con el dedo afirmando "fulanito vale, menganito nunca llegará a nada". Niños y jóvenes que por otro lado tienen toda la vida por delante, mucho por evolucionar y demasiadas oportunidades que aprovechar. No hay nada eterno ni nada escrito, puede haber más de una sorpresa a pesar de todo. ¡Las limitaciones están para superarlas!
El primer paso para una actitud de apertura hacia el aprendizaje es el de estar abiertos al diálogo, consecuentemente, la escucha activa es una parte importante en las actividades a realizar en el camino a dejar de ser un ignorante. Los monólogos o los soliloquios de poco sirven, salvo que sean empleados como elementos introspectivos. Si solo escuchamos o leemos lo que encaja en nuestros esquemas o parámetros tendremos una visión depauperada y sesgada de las cosas, por ende, el objetivo de reducir nuestra ignorancia será cada vez más utópico, alejado, difuminado. Aceptar la pluralidad y admitirla es un síntoma claro de que estamos dispuestos a dejar de ser ignorantes.
Fuentes consultadas: