Kabalcanty
Un asunto de mal olor (5ª parte)
Por ello, cuando sonó el timbre de la puerta, dio un respingo y le acudió un repentino ahogo que le hizo tomar aire de manera urgente. Volvió a sonar pero se fue tranquilizando pensando que serían los albañiles.
Por la mirilla de la puerta se encontró con un hombre de barba cerrada y gesto circunspecto que parecía estar canturreando para sí. "¿Quién es?", preguntó Leire sin dejar de mirar. El hombre se agachó para pasar una tarjeta por debajo de la puerta.
Soluciones Restrepo-Díaz
Arturo Más Gómez
Detective criminalista colegiado
— Le ruego que hablemos, señora Leire Cardona, por un asunto que le es de vital importancia.
Ella se quedó callada unos instantes. Estaba alterada, no lo podía obviar, pero no llegaba a comprender la visita.
— No entiendo lo que tiene que hablar conmigo, señor….. Más –dijo, consultando la tarjeta que tenía en la mano.
— Me ha contratado su banco, señora Cardona; se lo explicaré si me abre.
Nada más abrir comprobó que el hombre de la barba se parecía mucho al que fisgoneaba su piso desde la buhardilla. Le observó de hito en hito, sin quitarse de en medio de la puerta, hasta que el hombre le hizo apartarse con su proximidad invasiva.
Leire le guió hasta el saloncito, en donde se encontraba la ventana vigilada, mostrándole el sillón para que se acomodara.
— Intentaré ser breve y conciso, señora -arguyó el detective remangándose ligeramente las perneras del pantalón al sentarse.
Leire tomó la silla desde la que solía escudriñar el ajetreo de la calle, ese lugar donde tantas veces había colgado en Facebook imágenes con pie. Ese mal presagio que tuvo un rato antes le atenazaba la garganta y le revoloteaba en la cabeza sintiéndose desvalida, como si se hubieran conjurado las circunstancias para fastidiarle los pensamientos placenteros en torno a Noelia.
— Verá, señora Cardona, sabe usted que su banco lleva varios meses reclamándole la fe de vida de su señora madre -comenzó el detective con voz pausada- Sin ese documento, como usted debe saber, la pensión de su madre puede llegarse a congelar; es asunto del Ministerio que lo exige en personas de avanzada edad. También podría valer que un empleado habilitado del banco, o yo mismo en este caso, pudiéramos certificar que doña Obdulia Martos Cardona sigue habitando este domicilio, como usted misma ha hecho saber al director de su banco vía telefónica. O, según vecinos de esta misma comunidad a los que, debido a mi trabajo, he tenido que preguntar, si su madre está en alguna residencia para mayores el mismo director del centro también nos puede certificar su estancia. Es sólo esa formalidad sin importancia pero ineludible en cuanto a su forma legal.
Leire tragó una saliva harinosa que se pegaba a su garganta.
— ¿Desea beber algo fresquito?
Necesitaba refrescarse y quitarse de la vista al hombre unos minutos.
El detective le contestó que agua simplemente.
Fue hasta la cocina aturdida. ¿Qué podía hacer? Su mente fluctuaba: daba señales de alarma por doquier y la única manera de relajarla era pensar en su visita de esa noche al hipermercado. Pero no era el caso en esos momentos. Necesitaba alguna forma de escurrir el bulto. Comprobó que la garrafa de agua mineral estaba bastante baja de contenido. Maldijo que no hubiera agua corriente y a la "mierda de avería" y a "los estúpidos operarios" que deberían haberla arreglado ya. Se sirvió un vaso de agua mineral y lo apuró de golpe.
Llegó al saloncito con una bandeja portando una jarra de agua y dos vasos.
— Dígame una cosa: ¿es usted la misma persona que me observaba desde la buhardilla de enfrente?
Leire, servidos los vasos, le preguntó sentándose en su silla.
— En efecto, señora, la llevo observando casi un mes -contestó el detective llevándose el vaso a los labios en un sorbo breve- Anteriormente quise pasar desapercibido, que usted no se molestara con mi vigilancia, pero ahora, visto lo visto, creí oportuno que reparara en mi presencia. Es el trabajo que encomendó su banco a la empresa para la que trabajo. Debemos constatar que doña Obdulia está en ejercicio, como usted misma asegura aunque sin el documento acreditativo o la evidencia física.
Leire se revolvió en la silla para cambiar a una postura más cómoda, lo cual le resultaba bastante difícil.
— Los bancos y sus desconfianzas -dijo ella con desdén- Mi madre está bastante enferma. Le cuida una profesional de enfermería porque su dolencia es muy contagiosa. Una enfermedad respiratoria, ¿comprende?
— He preferido, antes de redactar mi informe final, -se adelantó el hombre haciendo caso omiso a las palabras de ella- entrevistarme con usted para intentar llegar a un acuerdo que evite la congelación de la pensión de doña Obdulia por parte de su banco, ¿me explico, señora?
El tono del detective había subido una décima. Sus palabras sonaban algo amenazantes y él lo ratificaba con una mirada porfiada. Sus manos, antes reposadas sobre los brazos del sillón, se movían en dirección a ella cortando el aire con sesgos contundentes.
Leire se levantó de la silla para ir a apoyarse sobre una cómoda. Varios objetos, recuerdos de tiempos pretéritos, tintinearon al contacto con su antebrazo.
— Sería muy conveniente que pudiera ver a doña Obdulia, señora Cardona -dijo el detective incorporándose también- Con sólo mi constatación ocular valdría.
Ella sonrió nerviosa, asintiendo varias veces.
— Pues vaya, vaya. Es la habitación del fondo a la derecha -le comunicó, señalándole el camino con un dedo trémulo.
El detective tomó ese rumbo con decisión.
Leire sintió el movimiento del aire al pasar el hombre como una bofetada estruendosa que resonó dentro de su cabeza. Era un tormento que le costaba digerir. No podía permitirlo. No deseaba hacerlo. ¡Ella no era ninguna asesina! Cogió de la cómoda el busto marmóreo de un Beethoven amustiado y lo descargó con todas sus fuerzas contra la parte trasera de la cabeza del hombre. El detective logró girarse pero se le nublaron los ojos al instante. En el suelo alzó la cabeza tratando de decir algo mientras accionaba las piernas. Leire le golpeó una, dos, tres, cuatro veces, hasta que el cuerpo se sumió en una convulsión. La sangre manaba de la cabeza del detective a borbotones al tiempo que su boca se abría en un alarido mudo.
Arrodillada junto al hombre de barba, Leire fue recobrando la respiración y la esperanza. Esa noche volvería a ver a Noelia. Sonrió.