Rafael FJ Rios
El Espantallo
Las demoras en las citas con tu médico en Virgen Peregrina dan para que por los ventanales caigas en la visión dron de los jardines que se muestran delante del ambulatorio. Coges, vas, te paras, miras y ya lo ves, el Espantallo. Primero te fijas en el crío que ha echado a correr de una esquina a otra sobre la hierba como si lo persiguiese un marvel cualquiera, ves que alza el vuelo cogido por los brazos de su madre que lo recibe a la carrera. Pese al paso del tiempo y sus heridas, viejos camelios tienen aún la determinación de presentar sus flores cada invierno para que en primavera sigan alegrando el jardín. Hay una señora árabe -que lleva tanto tiempo sentada en uno de los bancos de piedra como yo a la espera- que no ha parado de hablar por teléfono. Pasan otras mujeres con sus chilabas y carros de la compra, se paran con ella, se saludan con besos rituales, charlan un rato, se despiden y vuelve a sentarse para tornar a hablar de inmediato. Idas y venidas de gentes que cruzan por el jardín o lo rodean: unos llegan cojeando, otros lo hacen con algún brazo en cabestrillo, mientras que otros muchos se acercan ya con la mascarilla puesta. El paseo de la salud.
Estos jardines tienen nombre: Jardines del Doctor Marescot, el médico de los pobres al que se le dedica un pequeño monumento rodeado de un estanque. Pequeño el monumento pero muy grande la figura del doctor: vidas que suponen ejemplos de lo que son verdadera memoria histórica del Bien y de la Verdad que, sin lugar a dudas, deberían nombrarse en las aulas para su conocimiento. Dice en el pedestal que la ciudad le rinde homenaje Al doctor Enrique Marescot Iglesias, que consagró su vida a la cirugía y a la práctica del bien y de la caridad. Relieves que representan a la Medicina y otros dos a la Caridad y a la Fe, a las que hoy ni por asomo se le dedica homenaje alguno. Realizó el bronce el escultor pontevedrés Campo Sobrino, y el granito del pedestal se trajo de la cantera de Lourido para que lo remataran los hermanos Sanmartín.
Otra escultura cercana: el busto dedicado a Manuel Quiroga realizado por Asorey. Quiroga, violinista Caballero de la Legión de Honor: franceses, que no dan ni la hora… sino te la mereces. Lo reconocieron con la más alta distinción y lo tenemos ahí también en el homenaje de todos a su obra. Quiroga, que siendo niño fue testigo de la bomba de Mateo Morral a los Reyes que acababan de casarse -esa izquierda tan burda- está aquí en los jardines que rodean la facultad de Bellas Artes, facultad que fué cuartel y mucho antes Maestranza, ésta al parecer construida con la piedra de muchas de las casas derribadas de la Moureira.
Todo ello conforma a mucha honra un excelente jardín en nuestra ciudad provinciana con árboles casi centenarios y camelios haciendo honores a los recogidos monumentos de pontevedreses universales. Piedra y jardín en un amplio espacio soleado delante de la Alameda por la que pasan diariamente cientos de ciudadanos. Diariamente también y en todo momento los contempla el Espantallo.
¿Qué es eso? ¿Qué es el Espantallo? ¿Un sorprendente trabajo de fin de carrera? Supongo que a algún responsable se le calentó la chimenea y no tuvo otra ocurrencia que endilgarnos con alevosía y nocturnidad esta santacompaña. Un bruto y dementado, un estólido, un sumamente bobo que deviene en ocurrencia y chisgaravís del que reduce la importancia de las cosas. Como dijo una señora a la que pregunté por el estafermo: Iso é cousa de rapaces. En su acepción de zangolotino, atolondrado, mentalidad infantil en un corpachón tal para ser llamado a filas y con destino inmediato al RACA 29 de Huesca. Parado en medio del jardín como embobado, dentón y parvo, manifestación de la pereza, de la estolidez, de la falta total de discurso y razón por su brutalidad y simpleza. ¿Quién carallo lo puso ahí? Puede llevarlo para su casa y que lo instale en el salón. Su mera presencia en el jardín de todos es la manifiesta ostentación de la falta de sustancia, de la ceguera que supone imponer su presencia a la vista de los sufridos ciudadanos. Dentro de la facultad deben creer que están ante un Arbor Majalis a donde los estudiantes incrédulos se acogen para holgarse. No es un geniecillo de cuentos infantiles, no es un espíritu fantástico, no es trasgo ni duende ni demonio ni demonia. Es un mojón.
¿Y quién lo permitió? Con aplicación de torno y arandelas podrían transformarlo en una veleta e instalarlo en la curuta de su casa. Lo que no puede ser es que lleve años (¿cuánto tiempo lleva ahí?) en formato agresión al sentido común, hollando con su presencia un acogedor, precioso jardín, en donde veneramos a ciudadanos ejemplares que son el mejor espíritu de la ciudad. Su presencia rebaja tanto la superior calidad de los allí recordados como el aprecio y la estimación que todos respetamos. ¿A cuento de qué se nos impone a todos una necedad de unos pocos? Recojan ese bartolo y chántenlo en donde les quepa. No a nuestra vista. Por sentido común. ¿Estéticamente? Submodernidad reinante.
En silencio Mallarmé
con Rimbaud, su amigo,
los dos con la cabeza gacha
armados van con un hacha.
Prestos por la rúa se encaminan,
y hablando con certeza se conminan
mientras uno a otro se decían:
Con confianza te digo, Mallarmé,
que al estafermo le hiendo,
así al fin termines, pesado moaré,
y tengas en verdad remate:
hendido, bien asado, regado y con tomate,
-enhiesta soberbia al uso-
puédante en pepitoria así comer, so pelma, iluso.