Rafael FJ Rios
Almas clásicas
Nacieron en tierras del norte y en su infancia y juventud vivieron largo tiempo bajo cielos grises, plomizos. El bóreas inclemente los mantuvo en pie mientras en el interior de oscuras salas de biblioteca fueron atesorando un sueño: en algún momento de su vida decidirán vivir bajo el amparo del buen sol y de una tierra arcaica. Desde Sajonia, Brooklyn, Londres o el Yorkshire se encaminaron al Mediodía peregrinos en búsqueda de la belleza y la verdad mientras abandonaban el mundo que no querían, y una vez cruzada la frontera invisible que supone la pérdida del pasado reciente el camino se abría a la luz y por primera vez contemplaban cipreses y olivos y el mar azul. Se asentaron al borde del mar, alguno descubrió la vida sencilla de casas humildes en comarcas perdidas o bien adquirieron honores con los que cruzaban estancias palaciegas. Todos buscaron el Mediterráneo como destino vital para labrar un alma abandonada.
No fueron los primeros. Desde el siglo XVIII el Grand Tour era esencialmente la visita a los lugares de la Antigüedad que guardaban el legado de Grecia y Roma. No sabemos si primero fueron los aristócratas o los poetas, pues estos alimentaron la búsqueda de la cultura y del arte clásico en escritos que tanta divulgación tuvieron en las Cortes y salones de la Europa del siglo. En los libros de aquellos autores primeros en viajar a Italia y a Grecia -Goethe, Gibbon, Winckelmann, el mismo Lord Byron...- dejan traslucir las modificaciones, los sutiles cambios que se observan en los puntos de vista con los que describen el paisaje a su paso: llenan su escritura de colorido, disfrutan espontáneamente de la tierra y de las gentes del sur que van transformando su ánimo a modo de sortilegio espiritual en una transmutación digna de la alquimia medieval: además de, o en lugar de adquirir conocimientos, el viajero se siente feliz.
Visita los monumentos, las ruinas, observa la estatuaria casi temblando de emoción al recordar aquellas lejanas lecturas de la primera juventud en las que estaban escritas en letras doradas el nombre de antiguas estatuas: comprueba ahora que aquella que con tanta atención observó en los libros se encuentra ahora a su lado dos o tres mil años después de ser esculpida y en silencio la nombra con reverencia.
Los que viajaron tenían un hondo conocimiento de la mitología clásica: el mismo Byron quiso rememorar la leyenda de Leandro y Hero y cruzó a nado el ancho Helesponto antes de sucumbir en Missolonghi en la lucha por la independencia griega de la garra otomana. Flauvert recorrió también el Oriente y nos legó una correspondencia que se recoge en sus Cartas de viaje. Stendhal realizó diversos viajes a la Ciudad Eterna: los Paseos por Roma dan forma al síndrome que lleva su nombre. Oscar Wilde volvía de su refugio en la maravillosa isla de Capri, llegaba al puerto con la fortaleza española mirando a la bahía y se iba a su café favorito de Nápoles. Vivía en Via Posillipo con su amigo Douglas, la misma calle en la que Gerard de Nerval escribió sobre la erupción del Vesubio en su Viaje a Oriente. Posillipo en griego significa el lugar donde se calma el dolor. En un barrio de la ciudad un antiguo túnel romano acoge la tumba de Virgilio, del que el judío vienés Hermann Broch describió en cinco semanas los últimos momentos del poeta de Mantua mientras estaba encarcelado por la Gestapo.
En el siglo XX los dedicados a la literatura ya no buscaban tanto visitar el Coliseo, contemplar la laguna veneciana o el Partenón sino más bien vivir en el mar grecorromano alejados de los turistas que habían comenzado a inundar el mundo a partir de los años 50, un siglo después de que Thomas Cook iniciase los viajes organizados. Había que apartarse de su camino. No se trataba de visitar el sur sino de vivir en él. Recuerdo ahora al Henry Miller del coloso de Maroussi, la saga de los Durrell, Chatwin vivió con Paddy Leigh Fermor en Grecia. Un periodista londinense, Norman Lewis, acompañó el desembarco de los americanos en el sur de Italia, se juntó en Sicilia con los batallones y escribió en el libro Nápoles 1944 las deliciosas artimañas de los lugareños vendiendo víveres y cualquier cosa al ejército yanki mientras subían por la península. Los que fueron de viaje no quedaron inmunes a la tradición clásica: Mishima llegó al santuario de Delfos en 1952 quedando tan conmovido por las figuras de Antínoo y del Auriga que al volver a Japón quiso equiparar la inteligencia y la potencia física: aprendió griego, se hizo un consumado nadador y convirtió su cuerpo en una estatua griega. Atrapada por la melancolía del mundo antiguo Marguerite Yourcenar inició una vida errante por Italia y Grecia a la que llega a adoptar como su patria espiritual y que nos dejará unas Memorias de Adriano universales que Cortázar tradujo a nuestro idioma. Virginia Wolf escribió que regresamos a los griegos cuando estamos cansados de la vaguedad y de la confusión de nuestra época. Dedicó mucho tiempo a aprender griego clásico y descubrió una visión del mundo de los que crearon nuestra civilización: sumergirse en él era trasladarse a una mañana de verano mientras por la ventana observaba el frío invierno del norte.
La extraordinaria belleza de Capri acogió a todos: a nombre de la citada Yourcenar aún llegaban hasta hace nada los recibos de la luz de una casa alquilada en Via Matermania. La Casa Malaparte se asoma sobre los acantilados para reclamar la atención de directores de cine y fotógrafos, finisterre sobre el Mar Tirreno del furibundo escritor Curzio de nombre Kurt Erich Suckert, que adopta el irónico contraste del Bonaparte. Máximo Gorki escribió allí; a Graham Greene se le concedió la ciudadanía honoraria. Neruda y Matilde Urrutia vivieron escapados del matrimonio del poeta y del acoso contra la militancia comunista: de allí salieron Los versos del capitán.
Ramón Gómez de la Serna y Carmen de Burgos vendieron en 1926 su casa en Estoril agobiados por dificultades económicas. Entre las preferencias que tenían eligieron Nápoles. Alojados en una pensión de Via Caracciolo en la que la dueña tenía a gala haber sido institutriz de las hijas de Wagner, Nápoles tiene un murmullo…, un badajeo, una hilaridad que es su carácter. Hay algo como grillos en las ventanas, chicharras en los árboles públicos, mandolinas sueltas, fonógrafos asomados a todos los balcones, sones de almirez, ladridos, golpes de perdiz, saetas, tarareos, pregones, catalas, loritos reales, cotorrerías, cocineras y señoritas que cantan mientras hacen la cama y mientras reciben a las visitas. La nómina de los españoles que pasaron alguna parte de su vida o de viaje en Nápoles es amplísima y puede comenzarse desde el siglo XVI con Góngora, Garcilaso, Lope, Quevedo, Villamediana. Estuvo Leandro de Moratín, Zorrilla (don Juan pasa jornadas napolitanas), Alarcón, Galdós, Unamuno, Blasco Ibáñez, Baroja, Camba, Pla, Foxá, Ruano, Octavio Paz…
La helenista Edith Hamilton recibió en 1957 del rey Pablo I la más alta recompensa del país, entre otras cosas por la publicación de diversos libros sobre Grecia arcaica, entre ellos está El camino de los griegos, texto que recrea con extraordinaria claridad los mitos y leyendas además de los dioses, héroes y mortales que pueblan nuestro primer ingenio: Ahora que el mundo se conmueve, frente a la urgencia de lo malo y la amenaza de lo peor, es imperativo volverse a las eternas perspectivas, a la visión de lo verdadero y lo divino, independiente de la opinión, escribe Edith Hamilton en los años 20 utilizando los razonamientos de Sócrates. Las perspectivas eternas permanecen abiertas, claras y serenas, gigantescas y verdaderas al lado de la pequeñez y la falsedad, del odio y la intolerancia. Pensamos y sentimos de forma diferente merced a las obras que produjo una pequeña ciudad griega durante dos siglos… Jamás ha sido superada su floración artística y filosófica, y muy raramente igualada, y sus características imperan sobre todo el arte y el pensamiento occidentales.