Rafael FJ Rios
Náufragos
En el mundo previo al siglo XX es conocido que solamente se firmaban las últimas voluntades ante el trance del último viaje, al borde de la muerte. Con una excepción, se redactaban también hasta finales del XIX cuando se emprendía algún viaje por mar: suponía adentrarse en el océano, estar a merced de la naturaleza más salvaje mientras tormentas y tempestades podrían azotar la nave en mitad de un mar ilimitado, sin que por parte del hombre pueda haber control alguno en borrascas deshechas y desesperadas, o en la majestuosa iracunda violencia de suas tempestades con las que los portugueses han cubierto hasta la saciedad su Historia Trágico-Maritima: E com muita devoção, tal qual o passo da necessidade presente requeria, pusemo-nos então de joenlhos a rezar o Psalmo Miserere mei Deus. Cervantes en el Persiles hace referencia a que señalaron con el dedo la segunda tabla de nuestro naufragio, que es la penitencia. Un Semanario de Agricultura y Artes incluía las reglas para el nadador en el mar tempestuoso y en los naufragios: la primera regla que ha de seguir el miserable náufrago es mantenerse boyando sobre el agua, y seguir la dirección de las olas y del viento.
Las historias de náufragos solitarios tienen la trama principal definida, tanto en naufragios reales como en los de ficción: un viaje en el que la embarcación naufraga y deja un superviviente. En el Renacimiento y en el Siglo de Oro español en muchos casos el naufragio permite que alcance a nado una isla solitaria con lo que las vicisitudes de la caza, pesca, agua y fuego desarrollan el relato mientras las reflexiones morales ilustran el contenido: es el caso de Robinson Crusoe en la literatura del XVIII; el escocés Alexander Kelkrik, maestro de velas dedicado al pillaje en las costas del Pacífico Sur que pasó cuatro años en una isla en medio del océano en el XVII; y un tiempo antes el Inca Garcilaso nos había contado los trabajos de Pedro Serrano en sus Comentarios Reales, trasunto de un verdadero caballero que se decía Garci Sánchez de Figueroa, a quien yo se lo oí, que conoció a Pedro Serrano y certificaba que lo había oído él mismo.
Sigue habiendo naufragios con resultados asombrosos. En el 2005 zarparon cinco marineros del puerto de San Blas en México a la pesca del tiburón. No pudieron contra las corrientes y fueron océano adentro hasta quedar sin combustible, sin reservas de alimentos ni agua. Se adentraron en el Océano Pacífico de tal manera que al cabo de 9 meses a la deriva ya solo quedaron tres. Fueron rescatados en las islas Marshall por un atunero taiwanés en mitad de la nada.
Este australiano que estuvo 90 días a la deriva con su perra mejicana es buen ejemplo de la capacidad de supervivencia de los navegantes experimentados: en ruta hacia alguna parte de Oceanía había partido de un pequeño puerto mejicano. Después de una fuerte tormenta el barco queda a la deriva y se adentra en el Pacífico. Había cargado en el bote utensilios de pesca con los que consigue pescado fresco y guarda agua de lluvia que le permite a él y a la perra estar preparados para resistir. Les avista un helicóptero que utilizan los grandes barcos en busca de manchas de atunes en la superficie del mar: estaban a más de dos mil kilómetros del puerto. Siempre hay que tener suerte.
Guardo como buena joya Relatos de un náufrago, el libro de Gabo en el Anagrama primero. Creo que lo habré leído en su momento una vez cada pocos años porque es un relato de Ulises volviendo al hogar. En este caso es un hecho real, un barco que escora porque además de la estiba militar está todo el contrabando de electrodomésticos que acarrea la tripulación desde EEUU para llevar a casa y venderlos a sus vecinos. En una noche de tempestad en medio del Caribe hacia la costa de Colombia el barco naufraga y nuestro protagonista al día siguiente se ve en un bote bajo el sol extraordinario, sin nada, ni agua ni comida. Aprendemos cómo capturar una gaviota para comer y beber a falta de otra cosa. O cómo un tiburón puede rebanar el pescado que agitas en el agua para limpiarlo. Extraordinario relato que no se olvida.
La historia del arte nos ha deparado la imagen del naufragio por excelencia: La balsa de La Medusa. La fragata Méduse fue botada en 1810 en plenas guerras napoleónicas y en 1816 partió de puerto francés junto con otros barcos en flotilla camino de Saint-Louis du Sénégal, en las posesiones coloniales que, por el tratado que puso fin a la Guerra de los Siete Años, Inglaterra devolvía a Francia. Llevaba a bordo al gobernador y a la guarnición que tendrá a cargo el mando y defensa de la capital, en total unas cuatrocientas personas, número excesivo a todas luces. Comandada por un viejo marino que llevaba años sin mando y cuyos méritos se reducían a ser bienquisto en los círculos del mando militar y de la propia corte real, casi al final del viaje, adelantada del resto de naves, tenía que reconocer el cabo Blanco y enrutar los buques hacia la capital. La Méduse iba aislada a demasiada velocidad por unas aguas con muchos bancos de arena y arrecifes. El comandante hizo caso omiso de sus oficiales, pero fue a recabar la opinión de un filósofo que iba a bordo sobre la conveniencia de navegar por la zona, los bancos de arena de Arguin (frente al sur de Marruecos y Mauritania, comienza la gran bahía en su lado norte en el cabo Blanco, pasa por Agadir y termina al sur en el cabo Timris).
Al amanecer, la fragata quedó inmovilizada a unos cincuenta kilómetros de la costa. Durante varios días trataron de sacar la nave pero fue imposible. Se levantaron vientos y la mar se tornó peligrosa mientras las ráfagas iban desmontando las velas. Antes de abandonar el barco el comandante ordena construir una balsa de la que van a tirar los botes en los que se embarca la tripulación de más alto rango: los oficiales, el gobernador y él mismo; remolcarán la balsa hasta llegar a puerto o hasta que los buques vuelvan sobre su ruta una vez comprueben que la nave capitana no ha llegado a las dársenas. Hay una réplica a escala 1:1 en el Museo de la Marina en Rochefort, en la Charente-Maritime: la balsa no era suficientemente grande para contener tal cantidad de personas y a la vez los botes no eran capaces de remolcarla: a partir de este momento se desencadena la tragedia.
En uno de los hechos más vergonzosos de la Armada francesa, el comandante y el gobernador ordenan cortar los cables y dejan a la deriva aquella frágil embarcación improvisada con 149 hombres sobre cubierta, que se arremolinaban en el centro de la balsa para no caer y ser arrastrados por las olas. Lo que sucede en los días siguientes pertenece a la historia terrible de la lucha del hombre contra el hombre para su propia salvación: toman el poder los que están armados y deciden sobre la vida de los que quedan sobre la balsa, de los que aún no han sido barridos por las olas; sin víveres, se lucha a muerte sobre la cubierta, se llega al canibalismo. Enajenados, tirando los heridos al mar, a los que se descubrían al amanecer enredados en las cuerdas del exterior de la balsa. Durante dos semanas crearon un infierno de principio a fin. Solamente quedaron quince supervivientes.
El pintor Géricault tuvo conocimiento del suceso por la primera plana del 13 de septiembre del Journal des débats: de inmediato cambió su estudio por otro mucho más grande en el que montó una estructura parecida a una balsa, con ayuda de un amigo médico consiguió en los hospitales partes de los cuerpos -brazos, piernas…- que fueron el alimento de los náufragos. El taller despedía un insoportable hedor mientras pinta un cuadro de enormes dimensiones (491 x 717), a la medida moral del suceso. Causa un estruendo en la sociedad francesa, se lanzan a por él desde distintos ámbitos: queda una maravilla pictórica que refleja un hecho símbolo del sufrimiento humano en medio de una de las mayores tragedias de la historia naval.
El destino de la Méduse se encontraba al norte, justo al inicio de la frontera con Mauritania. Saint-Louis fue la primera ciudad fundada por europeos en el África occidental y capital política de la colonia francesa hasta 1902. Justo al sur, al otro lado, al final de la costa atlántica del Senegal y unas millas antes de llegar a la frontera con Guinea-Bissau, se encuentra la desembocadura del Casamance. Un ferry que hacía la ruta Dakar-Ziguinchor, capital de la región, río arriba 34 millas de la costa, naufragó en septiembre del 2002 mientras hacía el camino de vuelta. Un chubasco tropical alcanzó al ferry a comienzo de la noche, fuerte lluvia y viento acompañado de tormenta que levantó una marejada con olas de dos metros que el ferry Le Joola recibía por estribor. Los pasajeros abarrotaban las cubiertas superiores y corrieron a guarecerse a la banda de sotavento, se amontonaron mientras intentaban acceder a las puertas y ponerse a cubierto. El sobrepeso originó una escora y todo lo que no estaba trincado a bordo rodó: la carga y hasta dos camiones de la cubierta de vehículos la aumentaron. El buque pierde la estabilidad y se da la vuelta completa en un instante: queda con la quilla arriba. Las balizas no funcionaron, todo estaba sin trincar excepto las 22 balsas salvavidas, tan solo una de ellas emergió. El resultado fue terrible: solamente 65 supervivientes de casi 2.000 personas. Mientras el vocerío del Prestige -no hubo víctima alguna- abrumaba el Finisterre atlántico, la indiferencia saludó el hundimiento del buque Le Joola.