Kabalcanty
Evocación
La calle donde nací tiene una pendiente suave que no llega a molestar en su subida y tampoco te descarrila en su bajada. Apenas queda nada de mis tiendas de referencia tras más de cincuenta años de permutaciones de dueños y reformas de locales para adaptarlos a un tiempo siempre traidor que acaba olvidándose del perfume dejado por personas o del chasquido entrañable de aquel mueble venido a menos por el trajín cotidiano de la clientela. Mi misma casa, a la mitad de la calle, enfrente de una comisaría de policía, es hoy una fachada impersonal que cobija un enredo de pequeños apartamentos de lujo, a tenor del precio de su alquiler. En el anchuroso portal donde jugaba a los cromos con Julio, el hijo de la portera de la casa contigua, se dispara la rampa vertiginosa del aparcamiento subterráneo. ¿Qué fue de aquella puerta de acceso al sótano donde se agolpaban mis miedos, los espectros que siempre me perseguían escaleras arriba y que me empujaban a trotar para llegar a casa junto a mi madre y a mi hermana o para salir despavorido a la calle, a la luz protectora, lejos de las uñas afiladas de la oscuridad? Ahora dormirán los vehículos de los inquilinos su siesta efímera entorpecida por esos fluorescentes que se prenden a la orden de la puerta automática. Si los fantasmas siguen habitando ese sótano, si resistieron el envite especulativo del dueño de la finca y se dejaron vestir con sábanas de Armani sus vaporosos cuerpos, si fue así, seguro que esos duendes se han vuelto comodones y aburridos y asustar les parece soez y maleducado. Me los imagino contando las veces que cierra y abre la puerta automática del garaje aborregados en una modorra y cubiertos de polvo dentro de la caja del extintor.
Mi curiosidad por escarbar detrás de lo que veo me ha llevado al hall donde se alzaba la escalera principal cuyas inquilinas eran un par de solteronas locas, supuestamente sobrinas del casero. A derecha y a izquierda las oficinas del señor Igual, simpático apellido, y la minúscula casa del señor Onésimo, el portero.
- ¿Te acuerdas?, te llamaba "liebre".
Me dice un hálito aguardentoso con la voz del señor Onésimo.
- Joder y ¿por qué?
Le pregunto, falsamente molesto.
- Era cariñoso, caray -me contesta, trajinando en su boca la dentadura postiza- Tenías esas patas tan largas y delgadas saliendo por tus pantalones cortos y siempre cagando leches hasta que llegabas a la calle. Ostia tú, pues una liebre.
- Pero tenías cara de buen chaval -apostilla saliendo de la sombra el señor Igual- Te ponías "colorao" hasta cuando escarchaba.
Lleva, cosida al labio, la colilla de su pitillo apagada y la misma chaqueta vieja de ojo de perdiz.
Casi por sorpresa, me encuentro con los nuevos buzones. Tienen una lucecita roja parpadeante junto a una pantallita digital donde chispea la palabra mail o without mail.
- Antes no estaban ahí.
Tras de mí anda Simona, la vecina del sotabanco. Sigue teniendo el indicio de bigote en su rostro afilado de chacal.
- ¿Terminaste por ser aparejador? -me pregunta, expandiendo su aliento a mentol- Estoy segura que sí. ¿Te acuerdas cuando se lo decía a tu madre? Lo contenta que se ponía ella, eh.
- Y lleva sombrero como nuestro hermano Dionisio.
Corean, chillonas, las hermanas del principal abrazadas en un rincón. Cuando coinciden nuestras miradas, echan a correr entre una risita nerviosa desplegando el vuelo de sus camisones.
- Andan como una puñetera regadera -me dice Simona, negando con la cabeza.
Llueve una nube de cromos abarquillados, sobados, que nieva el portal de futbolistas en cuclillas. Aguardando que el torbellino tome tierra, Julio espera con la boca entreabierta.
- ¡¡A la reata!!
Grita enloquecido cogiendo cromos del suelo a dos manos. Sus rasgos orientales se destensan al decirme: "Vamos, "pasmao", que te quedas sin ninguno".
"¿Pregunta por alguien?", me interroga un vigilante jurado con desconfianza. "Es que viví hace mucho tiempo en esta casa y ha entrado un coche y he aprovechado para..." Pero antes que termine me sugiere algo. "Esto es una propiedad privada, señor. Le ruego que vuelva a la calle". Y desvía sus ojos para mostrarme el arco del portal.
Junto a la comisaría ya no está el mesoncillo 'Casa Moreno', establecimiento que aceleró la muerte de mi bisabuela María tras una hartada de fabada asturiana, ahora hay un locutorio que se llama 'El celular pronto'. "Es tarde para la tarde", me digo contemplando el pedazo carmesí de cielo entre la torre del campanario del convento de las Madres Reparadoras.
- Este mamotreto -me chista Kabalcanty, señalándome al convento- fue el antiguo Consejo Supremo de la Inquisición. Anda, vámonos de vuelta al barrio que me están entrando retortijones de tripa. Carajo de recordatorios.
- ¿Me invitas a unas jarras en "Casa Muñiz"? - le digo. tomándole del brazo.
- Lo mismo ahora es una tienda de chinos, ya sabes. Comienzas a chochear, Jesús, y lo peor es que me tienes tan a mano que.....
- Calla, coño, no seas jodón.
Subimos la calle pisando un enlosado que no reconozco.