Alba Piñeiro
La concienciación ciudadana
La evolución tecnológica nos da comodidades de manera automática que parecen haber estado ahí siempre. No obstante, esto no es así: diez años atrás el desarrollo era mucho menor. Cuando todos los medios te señalan que hace una década se dio un acontecimiento fatídico, te das cuenta de ello. Empiezas a poner a funcionar tus recuerdos, te retrotraes al momento y lugar en que conociste la noticia y constatas cuántas cosas han sufrido transformaciones y cuántas siguen igual.
Una de las actitudes muy negativas de los dirigentes, que los ciudadanos continuamos soportando es la politización de los grandes sucesos adversos. Se culpan mutuamente y emplean las tragedias como armas arrojadizas, con las que ganar o perder votos. Mientras ellos se enzarzan en discusiones disfrazadas de debates y pierden el tiempo en descalificaciones recíprocas, las víctimas, los familiares de los afectados y los fallecidos son los grandes olvidados.
A los fallecidos se les recuerda una vez cada aniversario, los políticos acuden a los funerales respetando un protocolo impuesto y necesario para fortalecer su imagen. Al acabar el día, pasará la romería: ni les va, ni les viene. Los actos en memoria de los muertos no se traducen en revisar o poner en marcha medidas claras de apoyo (económicas, legales o de otros tipos) hacia los familiares que lo necesiten.
Los que más sufren las consecuencias del pasotismo y descaro de los políticos son las víctimas. Mucha gente estaba perfectamente sana y acudía a sus lugares de trabajo o a los centros donde estudiaba. Una vez que se produjeron los hechos que hoy recordamos, pasaron a padecer una serie de secuelas físicas, psíquicas y sensoriales con las que se redujo tanto su calidad de vida como su poder adquisitivo. Por más que se reciban indemnizaciones, nada vuelve a ser como antes, la capacidad productiva se merma. Además, el dinero de una indemnización rápidamente se acaba.
Por si fuera poco, la nueva condición, no de víctimas, sino de personas con discapacidades adquiridas las somete a situaciones de discriminación (gente comprensiva hay mucha, gente compadecida otro tanto, pero abundan también las personas que tratan a los discapacitados como elementos negativos de la sociedad con los que lo mejor es no esforzarse en invertir un mínimo de su tiempo y paciencia) y de precariedad: cuando se tiene una enfermedad crónica o algún tipo de disminución de las capacidades básicas de cualquier tipo, es necesaria la inversión en una serie de recursos para mitigar esas secuelas y facilitar un poco más el día a día, contribuyendo a la integración y convivencia. No todo el mundo con ciertos problemas tiene acceso a esos instrumentos facilitadores. Lo peor dentro de estos casos son los niños o los jóvenes que estén padeciendo secuelas por encontrarse en cualquiera de las estaciones en aquel día: se les truncó su futuro. Estarán sometidos a un doble proceso de madurez, donde tendrán que sortear tanto la discriminación de sus iguales como la de sus docentes, que generalmente no, pero más de uno tiende a poner en evidencia a los niños con dificultades, en lugar de instruirlos para que las superen. No todos soportan ese proceso y los datos hablan por sí solos: es muy difícil (aunque ahora ya cada vez menos, gracias especialmente a las nuevas tecnologías) encontrar en las universidades alumnos con algún tipo de discapacidad y muy especialmente, a aquellos con discapacidades sensoriales, ya que tienen limitada su capacidad de recoger información y estudiar se basa en eso: en recoger información, almacenarla, retenerla y procesarla, para luego con ella poder demostrar una serie de conocimientos.
En resumen, los políticos deberían preocuparse por las víctimas más de lo que lo hacen elaborando políticas adecuadas para apoyarlos y prestar menos atención a los actos protocolarios. La sociedad, por su parte, debería ser menos discriminatoria con las personas que no eligieron las limitaciones que tienen.