El pontevedrés que cambió la cámara por los fogones y burló la crisis y la pandemia desde Holanda
Por Manu Otero
Fingerz y Lino son el restaurante y hotel que el pontevedrés Fran Casariego regenta en la ciudad holandesa de Nijmegen. Pero él no es chef ni hostelero, es un fotógrafo de profesión que en el 2010 dejó un trabajo "en el que me estaba aburriendo" para lanzarse a la aventura en un país del que no conocía ni el idioma. Una década, una crisis, una pandemia, y "muchísimo trabajo" después puede decirse que ganó la apuesta.
Su crecimiento en el mundo de los fogones no fue un camino de rosas. De hecho, abrazó esa profesión porque era la única salida laboral disponible para un joven extranjero que no hablaba holandés en una ciudad de poco más de 150.000 habitantes a la que se mudó con su novia Marta, que también dejó su empleo para buscar nuevos retos. "Yo estudié fotografía y ella trabajaba como estilista de moda. Estábamos bien, en la zona de confort, con dos sueldos buenos, pero no había posibilidades de mejorar", explica Casariego las razones que los llevaron a emigrar.
"Queríamos irnos fuera para aprender idiomas. Buscamos proyectos de voluntariado pero no nos aceptaban a los dos, yo tenía un amigo en Nijmegen y nos vinimos para aquí", relata su llegada a esta ciudad que se encuentra a poco más de una hora en tren de Ámsterdam. "Me recuerda un poco a Pontevedra, tiene una centro histórico que es donde tengo el restaurante y el hotel y tampoco es demasiado grande", compara con la morriña de la que ningún gallego emigrado es capaz de despojarse.
"Comencé de friegaplatos y en poco tiempo ya fueron surgiendo oportunidades. A mí siempre me gustó cocinar y en un mes ya estaba haciéndolo", afirma con orgullo. "Pero yo tengo ambición y no vine a Holanda para ser friegaplatos, vine para lo máximo, le puse empeño, mucho trabajo y fui ascendiendo". En pocos años ya trabajaba en la cocina de un restaurante de estrella Michelin. "Intenté ser chef, pero me salió mal, la cocina y el ego de este tipo de restaurantes no son para mí", reconoce Casariego.
Pero, como dice el refrán, cuando se cierra una puerta se abre una ventana y Fran volvió a subir la apuesta. "Había un restaurante vegano que no iba bien, así que cogí el traspaso con una oferta muy buena: 18.000 euros. Pero yo solo tenía 5.000 euros ahorrados", recuerda el emprendedor. Fue en ese momento cuando nació una relación que hizo posible su éxito. El propietario del inmueble confió en él y se convirtió en una suerte de socio capitalista al que muy pronto Casariego pudo ir devolviéndole la inversión.
Fingerz nació en noviembre del 2016 como un restaurante de comida ligera, en Holanda las comilonas y las largas sobremesas no se llevan. De hecho, en sus primeros años solo servían bocadillos fríos. La venta de alcohol, ni cerveza ni vino, están permitidos en este tipo de establecimientos y el ayuntamiento de Nijmegen no concedía nuevas licencias de restaurantes. "No daba mucho dinero", admite Fran.
Su sueño volvía a tambalearse. Urgía dar un nuevo golpe de timón. "Nijmegen tiene un grave problema de falta de habitaciones de hotel y después de negociar con el gobierno local, la única opción de conseguir licencia de restaurante era abrir un hotel", explica el pontevedrés. De nuevo apareció el propietario del inmueble para apoyar el proyecto y convertir una antigua residencia de estudiantes en un pequeño y acogedor hotel.
En septiembre del 2019, Lino abrió sus puertas y el cuaderno de reservas comenzó a llenarse muy pronto. La buena acogida del hotel permitió a Fran centrarse y potenciar el restaurante. "Empecé a vender pinchos a la española, pero también tacos y recetas típicas de otros lugares", explica el emprendedor que "no fue hasta hace tres semanas cuando decidí colocar una bandera de España. Vi que a la gente lo que más le gustaba era la comida española", detalla. Los bocadillos, la tortilla y la paella, a la que él le dio un giro añadiéndole un entrecot de 200 gramos, hacen las delicias de los holandeses.
Nueve años después de su aterrizaje en los Países Bajos, después de ver como la crisis destruía empleos y empresas en España, Fran Casariego había logrado lo que buscaba. Hasta que llegó el 2020 y el 14 de marzo la pandemia del coronavirus obligó a cerrar sus dos negocios.
"Se cancelaron todas las reservas, se vació el verano", recuerda todavía con angustia. "Yo no podía quedarme en casa porque el dinero se iba, necesitaba al menos 140 euros al día para cubrir los gastos del restaurante", explica Fran la meta que se marcó desde el minuto uno de la pandemia.
"Decidimos quedarnos en una habitación del hotel para evitar contagiarnos y abrí el restaurante ofreciendo cafés y pasteles para llevar", narra el Casariego su vuelta a empezar. "La gente fue muy solidaria y eso es de agradecer", confiesa al recordar que sus vecinos acudían al restaurante para comprar bonos de comida y hacer reservas para canjear cuando regresase la normalidad. "En un mes ya estaba en el 70 % de la facturación habitual", rememora todavía sorprendido.
Sin turismo, reactivar un hotel era también una empresa complicada. Pero este pontevedrés de 37 años orientó el negocio al alquiler de habitaciones para personas que necesitasen un alojamiento puntual. "Tuvimos reservas para un mes o dos meses de personas que estaban con mudanzas", ejemplifica Casariego el cliente habitual de esta primavera.
Así consiguió navegar hasta el mes de junio, cuando el "lockdown" (cierre por emergencia) concluyó en Holanda. Durante el estado de alarma, el gobierno holandés lanzó dos paquetes de ayudas para salvar a las empresas que, como en España, no contentaron a todo el mundo. "Primero dieron 4.000 euros a todas las empresas, a mí me vino bien pero a empresas grandes esa cantidad no le es de gran ayuda", admite Fran. La otra medida gubernamental consistió en asumir el 75 % del sueldo de todos los empleados fijos, una medida diferente a los Ertes propuestos por el gobierno español. "Yo solo tengo una empleada fija y después del primer mes ya volví a contratarla porque el negocio seguía funcionando", señala.
Con la reapertura tampoco volvió la normalidad. "Nos redujeron el aforo en el interior", declara Fran que tuvo que pasar de 12 a 7 mesas. Sin embargo, el ayuntamiento liberalizó las terrazas. "Si los vecinos estaban de acuerdo, podíamos ampliar las terrazas y tuve mucha suerte, de nuevo me ayudaron y coloqué mesas en la fachada de enfrente y en el escaparate de una tienda de al lado", afirma nuevamente agradecido al apoyo de su comunidad.
Las medidas de prevención que deben aplicar son similares a las españolas. Mantener la distancia de seguridad y lavado constante de manos es obligatorio, pero no el uso de mascarilla. "Es recomendable y creo que pronto lo harán obligatorio", intuye Fran. En lo que sí son estrictos es en el requerimiento de registrar los datos de todos los clientes del hotel y restaurante. "Las reservas son obligatorias, nos tienen que dejar sus datos", remarca.
Pero todavía hay más. "Solo puede haber cuatro comensales por mesa, aunque sean familiares, sino conviven en la misma casa, no pueden sentarse más de cuatro". Eso de un grupo de diez amigos alrededor de una mesa de terraza suena a película de ficción en centroeuropa. "Pero eso es un grupo", suelta con incredulidad Casariego al escuchar que en España no existe una restricción tan exigente.
Con la llegada de la segunda ola, que comienza a hacerse notar ya en Holanda, el gobierno no tardó en endurecer las medidas. "Nos han puesto un toque de queda, a las 22 tenemos que cerrar y dejar de servir una hora antes. Y si hay contaminación el ayuntamiento nos obliga a cerrar", declara el pontevedrés preocupado porque el nuevo horario perjudica a los bares de copas. "La gente iba a tomarse algo a esos locales después de cenar, ahora no pueden", sostiene apenado por una situación que buena parte del ocio nocturno de su Pontevedra lleva padeciendo desde el inicio de la desescalada.
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