Bernardo Sartier
Lía y Tristón
Dentro del tren, sentada en las escaleras de uno de los vagones. Con su perrito en brazos. Nada más verlos lo acaricié. ¿Cómo se llama? Tristón, dijo. Lo encontraron a él y a una hermana perdidos por una carretera. Habían atropellado a su madre. Lo adoptamos, me dice Lía. Acaricio al chucho. Sus orejas, su morro y su lomo. Su vientre despide un calor tierno, un calor como de neonato. Es tan noble -Tristón solo tiene tres meses- que las agujas que tiene por incipiente dentadura, y que ocasionalmente utiliza para roer su hueso de cabecera, se las ahorra al ofrecerle mi mano para que la mordisquee: se limita a lamerme, fino instinto el suyo, plena consciencia de que puede dañarme.
Pregunto a Lía cuántos años tiene ella. Trece, responde. Lía es una niña todavía. Trigueña y pecosa. De expresión infantil. Lía abraza y hace de mamá de Tristón: es la primera vez que él hace un viaje en tren. Lo ha sacado de su jaula de transporte porque el animal se ponía nervioso. Me siento en las escaleras con ella, y sigo acariciando al animal que no es capaz de desperezar una mirada de bondad cándida, una mirada de perro-bebé inocente, desamparado e indefenso. Tristón es un Beagle de orejas de escoba, morro alargado y patas robustas. Tiene una afección en una de ellas y no deja de lamérsela. Tristón y Lía me reconcilian con la vida porque no es fácil ver a una chiquilla de trece años ejercer de madre de un chucho, mucho menos en la manera que ella lo hace.
De repente irrumpe el revisor, el interventor o como denomine Adif a esa categoría profesional. Almirante de railes, gesto adusto y fosco, se para, alto y altivo, frente a perro y niña. Billetes. Mira hacia abajo a Lía y a Tristón y comienza una reprimenda enérgica, riña del que se sabe superior en su autoridad uniformada: el perro tiene que ir en el transportín; si el perro se caga o se mea ¿quién va a limpiar?. El perro no va a hacer nada. No hace nada en lugares cerrados, dice Lía. Me es igual. El perro tiene que ir en su jaula. Yo había vuelto a mi plaza, que estaba lo bastante cerca como para oír la conversación. Me levanto y voy. ¿Ocurre algo? Sí, que el perro no puede viajar aquí ni así.
Mire, le digo, el perro lleva todo el viaje sin causar el más mínimo problema. Pero acérquese usted a la plataforma del vagón anterior y verá a unos jóvenes, que no van sentados tampoco y no permanecen en silencio precisamente. El revisor me mira entre sorprendido y desarmado y se toca un ceja con su dedo índice. Semeja que va a farfullar algo pero declina y con un vigoroso soplido nasal, que denota contrariedad, se aleja, separando sus piernas, práctico en el traqueteo y cabreado con este sobrevenido refuerzo adulto a Lía. Vuelvo a acariciar a Tristón y pellizco un moflete de Lía. Nos sonreímos cómplices.
Luego vuelvo a mi asiento y mentalmente parafraseo a Oscar Wilde: "cuanto más conozco al ser humano, más amo a mi perro". Estoy de acuerdo con él. Por eso, precisamente por eso, no se me ocurre comparar a los revisores con los Beagles, como es natural, porque siempre salen perdiendo los revisores.
10.01.2013