Bernardo Sartier
¿Eres Yoyes?
A María Dolores González Catarain, Yoyes, la veíamos en Comisaría al lado de Artapalo. Era como el jarrón del salón, una compañía cotidiana en la que no reparábamos. Su diminutivo sugería juegos infantiles, pero a lo único que Yoyes jugaba era a la política. A la política en un paisaje bélico amenazado de metralla. No era fea. En el "se busca" de los pasquines se recreaba una idealidad melancólica, una Ioconda joven comprensiva con el tiranicidio. Es posible que el mundo pudiese ser mejor.
Procesalmente buscada, requisitoriada desde las cloacas del Estado, que ya dijo Felipe que al Estado también se le defiende desde las cloacas, Yoyes huyó a Méjico -ándele- y allí estudió y fue madre. Hizo bien porque Lasa y Zabala se quedaron demasiado cerca, en Baiona, y Galindo ordenó que los pasaportaran a la eternidad. Luego los arroparon con un edredón de cal viva.
Pero los hijos de la chingada asustaban a Yoyes como compañía del hijo y fue cuando reparó en que, además de su patria vasca, poseía una patria innata, propia y seguramente más importante, una patria que la acompañaba largamente y en la que no había reparado: su útero.
Domingo Iturbe, Txomin, era su Pigmalión. Txomin era el presidente del consejo de administración de una sociedad anónima, ETA, que no cotizaba en bolsa ni repartía dividendos, sino simbólicas participaciones de una Euskadi independiente, futura e idílica como la Cataluña que pensó “Aguabendita” Guardiola para Mas. Txomin estaba equivocado pero era noblote. Iba de frente. En las negociaciones de Argel, ante la cerrazón de los apoderados españoles, quién sabe si amenazador o avisador dijo “habrá dolor”, pero se encontró con que los poceros de España, peritos en las fecales de la violencia de Estado, le respondieron al punto “usted tampoco se irá de rositas”. Y Txomin captó el mensaje porque recordaba que el Batallón Vasco Español había canonizado a “Argala” elevándolo a los cielos de la santidad euskalduna con un regalito de dinamita bajo el coche.
Después, Txomin (versión oficial) falleció en accidente de circulación, y aunque ese atestado oliese a frenos saboteados y a casualidad planificada, Yoyes se quedó sin valedor. Aun así decidió regresar a Euskadi. A Yoyes seguía tirándole esa patria carnal e interior, esa irresistibilidad de la voz pequeña del hijo que por teléfono te dice, insoportable al corazón, "Ama ¿cuándo vienes?". A Yoyes le lloraba el teléfono, como a Moduño cuando hablaba con la hija que no conocía, y aun con la mosca detrás de la oreja se lio la manta. Y volvió. Gestionó ante Interior tranquilidad y le dieron garantías. "Tranqui, tronqui". Nada contra ti.
Pero el gobierno no podía desperdiciar que la palabra empeñada le estropeara una buena noticia. Y filtró el regreso. Un eslogan irresistible, un torpedo en la línea de flotación de ETA, una medalla en la lucha antiterrorista: "La etarra arrepentida vuelve a casa gracias a las medidas de reinserción del gobierno". Tiraron la piedra y escondieron la mano porque ya tenían al tonto útil, periodista por más señas y de Cambio 16, que ávido de anotarse una exclusiva que era esquela induciendo irresponsablemente a la muerte, publicitó ante España la claudicación de la etarra.
Euskadi se llenó de pintadas ("Yoyes traidora") que eran el pregón amplificado de una irrecurrible sentencia de muerte. Cualquier cosa menos boba, Yoyes sabía, claro, que tenía la mayoría de los boletos de una tómbola siniestra en la que el premio no era el perrito piloto. Y como los deseos humanos arrumban siempre las certezas previsibles Yoyes, con dos cojones y por la insoportable levedad del hijo lejano regresó a Euskadi. Sustituyó la lucha armada por la familia y la entelequia Euskal Herría por una patria filial, cercana y corpórea.
Otra vez Ordicia, con sus colinas verdes y otra vez el calor de los tuyos. En fiestas. Ordicia un septiembre con sus levantadores de piedras, sus charangas y sus campeonatos de pelota. Y Yoyes, que en la frontera liviana del sufrimiento tropezaba con su hijo como único lenitivo a su desazón, que bajó a la plaza del pueblo de la mano del Akaitz minúsculo, del testigo diminuto de tres años que iba a contemplar una redención valiente y maternal. Porque ETA, en los años de plomo, si amenazaba cumplía, le iban en ello credibilidad y prestigio ante su soldadesca.
Entonces Kubati, pies de plomo lento, le preguntó "¿Eres Yoyes?"; "Sí"; "Soy de ETA y he venido a matarte". Le disparó tres tiros y, ya en el suelo, la remató de uno en la cabeza mientras Akaitz veía aquello. La madre de Yoyes supo que era ella por los calcetines. Tanta sangre era como una cortina que lo tapaba todo. Intenté hablar con Akaitz que ahora es científico en EE.UU., pero Akaitz, cortés, declinó. La herida, vieja pero profunda, aun supura.