Karina Muñoz
Radicalización en Occidente ¿consecuencia del desarraigo social?
Antes de iniciar mi exposición, me gustaría presentarme: soy una psiquiatra que desde el mes de septiembre se encuentra en la ciudad de Pontevedra, dando inicio a su andadura por los mundos de la práctica privada.
Siempre me ha llamado la atención el comportamiento humano, de allí mi vocación por la psiquiatría. Pero más en especial, siempre me ha fascinado la violencia: ¿por qué se ejerce?, ¿las personas malas, son malas o se han vuelto malas a lo largo de sus vidas? ¿qué motivos hay para ejercer la violencia?; esta fascinación un tanto morbosa me llevó a subespecializarme en el área forense de la psiquiatría, para lo cual no sólo cursé estudios en muchas universidades reputadas de España sino que me fui a Reino Unido durante unos meses a ejercer mi profesión mientras me empapaba de los conocimientos y experiencias que allí acumulan y me codeaba con delincuentes ilustres y verdaderamente peligrosos en un hospital psiquiátrico-forense de alta seguridad.
En ese hospital constaté que una no insignificante parte de la población ingresada había cambiado su identidad mientras se encontraban bajo el ala del Ministerio de Justicia; pero había otra cosa que también solían cambiar con frecuencia: su religión. La mayor parte de ellos se habían convertido al Islam (incluso algún paciente que conocí se convirtió en dos ocasiones) sin motivo aparente.
Por lo que pude observar en ese propio centro hospitalario-penitenciario, las personas que se convertían a otra religión (¡no sólo al Islam!) previamente se habían encontrado incómodos en la comunidad, inadaptados, poco comprendidos, repudiados en muchas ocasiones. Desde pequeños sufrieron abusos de varios tipos, vivieron vidas desestructuradas, desde jóvenes se metieron en problemas y de una u otra forma se sintieron o se vieron marginados por la sociedad.
En aquella época elaboré mi propia hipótesis para intentar explicar la conversión de estos presidiarios al Islam (que debo decir que aunque ésta no era la única religión a la que la población penitenciaria se convertía, sí parecía ser la que más adeptos ganaba), y es que posiblemente el Islam, en su faceta más visible y que más nos ha tocado recientemente, les ofreció a estas personas de las que hablo no sólo la posibilidad de sentirse integradas y apreciadas por un grupo o por una sociedad, sino que de cierta manera les sirve como justificación a las atrocidades que pudieran cometer en el pasado, posiblemente haciendo que tengan un sentido y un significado vital.
Hace unos días estaba leyendo una publicación muy emotiva sobre las madres de algunos yihadistas de procedencia occidental, conversos y radicalizados, fallecidos su combate. De repente recordé lo que ya había observado en Reino Unido dos años atrás: jóvenes occidentales que, por múltiples motivos (patologías mentales o del desarrollo, ambientes desestructurados, dependencia a tóxicos, etc.) decidieron convertirse al Islam. En este caso, chicos libres de sociedades liberales que deciden radicalizarse y abandonar sus países y sus hogares para luchar por una causa de pocos y en nombre de un dios.
En esa publicación estas madres relataban cómo la religión pareció que en un primer momento salvaba la vida de sus hijos y los convertía en mejores personas, más adaptadas socialmente, más felices, aunque poco a poco vieron cómo esos mismos hijos que pensaron se regeneraban, empezaban a distanciarse hasta el punto de desaparecer. Apenas las redes sociales les ayudaban a mantener un cada vez más escaso contacto con sus chicos, y en algunos casos conocieron el fallecimiento de sus hijos a través de Facebook.
Todos estos días los medios de comunicación nos saturan con información confusa sobre los atentados de París (un poco menos sobre Beirut y ya nada sobre el avión ruso derribado en el Sinaí) y el Estado Islámico, ese enemigo que no sabemos muy bien quién es o dónde se encuentra. Estamos en “guerra”, dice el presidente François Hollande. Y ya en las cabezas de muchos resuenan las palabras “guerra mundial”. Desde luego y en este sentido, los terroristas han ganado la batalla: tenemos miedo. Y mucho.
Como sociedad es mucho lo que deberíamos poder hacer para evitar la extensión de la radicalización, que no sólo causa el terror entre la población occidental sino también entre los propios musulmanes, que mayoritariamente se encuentran en desacuerdo con estos ataques y temen que se les pueda estigmatizar por los actos de una minoría violenta y poco realista en cuanto a lo que realmente promueve el Islam.
Como sociedad debemos ser responsables de identificar a aquellos individuos más vulnerables, más desarraigados, con mayor sentimiento de desapego por lo que les rodea; debemos ser capaces de identificar qué les aleja del resto y por qué sienten la necesidad de migrar hacia la violencia; debemos buscar la manera de volver a acercarlos a nosotros y de proveerles de aquello que echan de menos.
Como sociedad, posiblemente son muchas las cosas que tenemos que plantearnos y que modificar. Porque no se trata simplemente de culpabilizar a un colectivo (no existe la “culpa absoluta”. Dos no discuten si uno no quiere, dice la sabiduría popular) sino de cuantificar hasta qué punto nosotros también tenemos parte responsable de lo que sucede.