Bernardo Sartier
El salario del miedo (alegoría)
Las luces iluminaban el frontal de la casa. Se bajó del coche como tambaleándose, torpemente guiado por los neones. El terreno, irregular, revelaba una zona apartada. Ciertas casas es mejor ubicarlas en el extrarradio, clandestinizarlas en medio de una iluminación escasa. Entró.
Sonaba música caribeña. Acodados en la barra había varios hombres que, sentados en altos taburetes y con su vaso en la mano, departían con las chicas. Miró a su alrededor buscando una presa. La encontró rápido. Una que mediaba los cuarenta pero que conservaba una belleza extraña, serena, con un cuerpo bonito que todavía atraía miradas. Llevaba una falda cortísima y una camiseta que exageraba aún más sus ya de por sí prominentes pechos. Tenía ella unos ojos melancólicos, unos ojos incapaces de disimular el trasluz de un sufrimiento crónico. Él se sentó, no sin cierta dificultad, en un taburete; pidió un gin-tonic. Se veía que era alguien para quien el dinero no era un problema. Sus ademanes, imperiosos aun en el sopor etílico, revelaban un rutinario ejercicio del mando.
Semejaba alguien a quien nada pudiese serle negado, un sujeto de ofertas irrechazables. Hizo una seña a la chica de la camiseta ceñida que, entre el disfuerzo y la desgana, como resignada, acudió a su llamada. En ese momento el camarero le sirvió a él, que sacó una billetera y exhibió un fajo de billetes disipando cualquier duda: el dinero le sobraba. Ella, cumpliendo una suerte de ritual aburridísimo, de tan repetido, pregunto si le invitaba a una copa. Él asintió y dijo al camarero "ponle lo que quiera".
Ella preguntó "¿Cómo te llamas?" y él se lo dijo; "Que nombre tan raro…¿Eres de aquí?", continuó interrogando ella, "no, pero como si lo fuera, trabajo aquí"; "y ¿a qué te dedicas?", "empresas", dijo él, "tengo empresas"; "Qué bien ¿no?" continuó ella tratando de mantener una conversación que se desmoronaba por la evidente desgana de su interlocutor. Esclavo de una idea obsesiva, de una idea que parecía no querer abandonar le soltó "oye, mira, dejémonos de formalismos y de tonterías. He venido aquí a pasármelo bien. Tengo dinero. Quiero una noche de sexo guarro". Hablaba con la dificultad del beodo pero con la seguridad del que sabe lo que quiere. Ella, experta en el oficio pero todavía no acostumbrada a peticiones extravagantes, intentó renunciar a los pocos euros que le podía reportar satisfacer sus peticiones: "es que verás, soy lo que soy, sí, pero también soy un poco tradicional; si quieres algo "diferente", más raro, tendrás que hablar con el jefe, él te buscará una compañera, las hay que hacen todo tipo de servicios, pero cobran mucho". "El dinero no es un problema, pero quiero que seas tú. Y yo siempre consigo lo que me propongo". La chica reparó en que había llegado el momento de evadirse, o al menos de intentarlo: "Lo siento, cariño, salvo que el jefe me lo imponga, hay cosas que no hago. Pero mira, tengo una compañera, que se llama Navia, que a lo mejor…" El la cortó, seco, tajante: "No. Quiero que seas tú. Camarero, llame al encargado". El camarero cogió un teléfono y al poco apareció un tío fornido con cara de pocos amigos. Se acercó al cliente, serio pero solícito: "¿Qué desea?". El cliente se explicó. "Quiero que sea ésta. Pagaré lo que haga falta".
El encargado se llevó a la chica e hizo un aparte con ella. La conversación se prolongaba y el cliente se impacientaba. La chica, haciendo aspavientos y signos evidentes de rechazo decía al encargado "Ministerio (el encargado se apellidaba así, Ministerio) ¿Por qué no puede ir con él Navia, o Huelva, la chica nueva, la andaluza?", "Porque el cliente ha pedido que seas tú, deberías considerarlo un piropo, coño", concluyó Ministerio. Al final, la chica, sin ser capaz de disimular unas lágrimas se acercó al cliente:
"Vamos".
Él fue diciéndole que estuviese tranquila, que utilizaría condón, que se aseaba mucho y olía muy bien; que en el pasado había tenido problemas de transpiración, sí, pero que los había superado. "No tengas miedo, lo pasaremos de vicio. Y si te portas bien, prometo invertir mucho en ti", le aseguró. Al llegar al descansillo, el cliente balbució "Me he olvidado de tu nombre…¿Cómo dijiste que te llamabas?". Ella, indisimuladamente dolida, como humillada, apenas acertó a decir: "Pontevedra, me llamo Pontevedra"; "Ah, Pontevedra, un nombre muy bonito. Yo me llamo Ence. Creo habértelo dicho ya ¿no?.