Bernardo Sartier
Presunción de culpabilidad
La criminología está llena de inocentes condenados injustamente. Caso reciente el de Áurea Soto, concejal de urbanismo de Ourense que vivió un calvario judicial y mediático hasta resultar absuelta. Situaciones que se evitarían con un elemental respeto por la presunción de inocencia.
Pero con los partidos políticos convertidos en agencias publicitarias, ocurre lo que ocurre. Sería fácil solucionarlo si los partidos dejasen de hablar a los medios haciéndolo a la gente; si escapasen del cortoplacismo y se empeñasen en políticas sensatas; si prescindiesen de asistencias técnicas, útiles para que cuatro soplapollas, que van de especialistas en prospecciones electorales, se lo lleven crudo diciéndoles lo que quieren oír; si fomentasen la crítica constructiva en vez de la sumisión borreguil de sus afiliados; si no exhibiesen el anagrama de su carpeta en posados tan "casuales" como indigestamente estudiados, emulando a agentes comerciales de una empresa colocando su producto; si se desembarazasen de prejuicios alejándose del infumable "yo no pacto con fulanito" para converger en las cuatro ideas fundamentales que interesan a los españoles; si evitasen comportarse estúpidamente aplicando diferentes varas de medir a situaciones idénticas (en función, claro, de si el imputado pertenece o no al partido); si enseñasen a sus nuevas generaciones que a la política se va con vocación de eventualidad, a servir y no a servirse y a no perpetuarse en el cargo (o en varios sucesivamente) convirtiendo el servicio público en una profesión encubierta en la que se vive de putísima madre aun sin formación; si dejasen de convertir el parlamento en una templo de ciborgs que levantan el dedo para votar uniformemente -y como borregos- cualquier proyecto de ley; si fomentasen en el congreso la discusión constructiva repudiando la defensa encarnizada de los postulados propios; si tirasen a la basura el "y tú más", "el hoy no toca" y "la hoja de ruta", frases hechas, manidas y aburridísimas y que revelan una pobreza intelectual inadmisible en representantes públicos; y, por último, si repasasen de vez en cuando el artículo 24 de la Constitución, que garantiza el derecho fundamental a la presunción de inocencia y que hipócritamente dicen respetar pero con el que simbólicamente se asean el trasero.
Si hiciesen todo eso y esto último, a España le iría de cojones. Pero como no es así, de aquellos barros estos lodos. Porque en el caso concreto de la presunción de inocencia, vinculando la cuarentena del "apestado-imputado" a la apertura de una investigación, al escrito de calificación o a la apertura del juicio oral (absurdos razonamientos porque lo único que desplaza la presunción de inocencia es una sentencia firme) únicamente muestran su descomunal arbitrariedad. Porque la presunción de inocencia vale para políticos, fontaneros o callistas, y no respetarla supone linchamiento, pena de telediario o anticipación injusta de una pena que, a lo mejor, ni se impone porque al nota lo absuelven. Pero como los partidos pretenden ser más limpios que el Ariel, olvidan interesadamente que el Código Penal dice que nadie puede ser declarado culpable más que en virtud de sentencia firme. Y convierten en presunción de culpabilidad lo que tendría que ser de inocencia. Y como además cuando gobiernan no están dispuestos a impulsar una reforma que evite las taras atávicas de su funcionamiento, se ven torpemente cautivos de sus estúpidas exigencias, como el cazador cazado que, puesto un cepo, vuelve al monte y, olvidado dónde lo colocó, traba su pierna en él. Y entonces ocurre que le imputan a alguien y se ponen estupendos y le piden que dimita porque, si no, no pasan en la consideración social de ser como María Santísima, o sea purísimos, y eso, claro, resta votos.
Así que si yo fuese político y me imputan por haber incurrido en un presunto delito, pues me van a perdonar, pero no me iba a salir de los huevos dimitir. No hasta la firmeza de la sentencia. ¿Qué por qué? Porque nadie me garantiza que quien me instruye una causa disponga de omnisciencia. Y porque no estoy dispuesto a admitir que un juez de instrucción sepa más que el que tiene que enjuiciarme. Ni este más que quien debe ver esa sentencia en recurso. Y otrosí definitivo, porque no estoy por la labor de convertir los derechos fundamentales en papel higiénico. Llámese presunción de inocencia o derecho de huelga. Y cuando el Supremo o Estrasburgo ratifiquen mi condena y me inhabiliten, entonces sí. Y al partido, que le vayan dando. Porque en este tema y hasta ahora, lo único que observo en ellos es una hipocresía magnífica. Eso y un clamoroso desprecio por la presunción de inocencia. Un derecho fundamental hermosísimo porque vale para Borox y para Pujol. Para Besteiro y para Barberá. Porque vale para todos.