Bernardo Sartier
El felpudo de la Cantudo
Si mis recuerdos no me traicionan el primer felpudo español cinematografiado fue el de María José Cantudo. En "La trastienda". Era aquel un pubis afro, de hectáreas inabarcables, coronado por una foresta negra y profunda que invitaba a la expedición y que fulgía, exuberante y retador como proemio de la revolución de los coños que se avecinaba.
Ningún opositor a Franco logró que se tambalease el régimen con la perfección de aquellas ninfas que nos introdujeron, de hoz y coz -ellas sí-, en la democracia. Simplemente, enseñándonoslo. Aquellos parruses, mudos pero expresivos, capaces de cantar con su hierática gestualidad el "Grándola vila morena" hicieron la revolución sin claveles ni fusiles, enarbolando, únicamente, el vello púbico erizado. Fue entregarle la llave de toriles a Victoria Vera y siguió un despelote universal, un despelote en dominó: Blanca y Susana Estrada, Nadiuska y hasta Rocío Durcal, que se hizo una tortilla con Bárbara Rey en "Me siento extraña".
Yo era el emperador del "Malvar", que era entonces mi único cielo y mi único cine y allí asistí, como en un llover cortinero, a una cascada de desnudos que se decían exigidos por el guión pero cuya única explicación era la represión sotanera de cuarenta años sonrojantes. Me quedo con esos "striptis" juveniles y bullangueros, jacarandosos, onanistas, pelayos, hormonales.
Con aquellos desnudos que eran como un terrorista liberado cruzando mugas. Pero punto. Con aquellos me quedo. Ni uno más. Lo digo por la matraca aledaña, machacona, por la pirrilera superflua que le ha entrado al establishment con la revelación de su patrimonio.
Que me importa tres cojones, oigan, lo que tengan o dejen de tener nuestros gobernantes en bienes inmuebles, muebles, semovientes o en reses mostrencas. Si las propiedades lo son lícitamente obtenidas, que el registrador de la propiedad se las bendiga, y si no, que el juez de instrucción se las demande. Lo que no soporto es que el debate político alcance la altura del difunto de Torrebruno, porque me hace percibir la feblidad argumental, la vacuidad del discurso dirigente del que colegimos que lo importante no es el paro o la incertidumbre económica, la dificultad para llegar a fin de mes o la corrupción sino cuánto tiene el diputado tal o el alcalde cual.
Repito: me importa un carallo el patrimonio de los políticos. Ojalá fuese el de ellos y el del resto de la peña de suficiencia bastante como para agenciarse casa y yate y hacer cinco viajes al año. Pero el trastorno obsesivo -y retador- de algunos promotores del cotilleo patrimonial, incluso advirtiendo con obligar, vía reforma legal, a desnudar riquezas, cheirame a can, a tentativa pedestre para despistar de lo que interesa me huele, es decir, si se garantizará una sanidad razonablemente universal y gratuita, si los bachilleres dejarán de ser unas burras peideiras o si en el fallecimiento de la anciana del Xeral pudo incidir algún tipo de cicatería presupuestaria.
Lo otro, o sea la revelación de las intimidades económicas, o sea quien la tiene más grande, o sea quien tiene el mejor chalet con la mejor piscina, o sea quien gana menos, o sea quien es el mejor chico de la clase al que la profe va a dar un premio ("que austero y transparente eres, Manolito") me parecen de un estólido y de una infantilidad infumable. De chismosas de corrala, vamos. Porque lo de la transparencia está bien, pero para cristaleros. Lo que yo quiero es que me gobiernen. Y que me gobiernen con tino. No que me muestren el culo, brilloso o zarrapastroso según toque y lo tengan. Que yo -ya dije- para revelaciones, la del coño de la Cantudo. Que esa sí que fue una revelación.
21.03.13